martes, 15 de abril de 2008

CAMINOS CONCRETOS HACIA ESTA INTUICION

(SIETE LECCIONES SOBRE EL SER J. MARITAIN)
No es superfluo observar ahora que puede haber caminos concretos conducentes hacia esta intuición. Se trata de diversas vías las cuales son todas, notémoslo bien, radicalmente insuficientes, si uno se detiene en ellas, pero que pueden ser útiles para tal o cual inteligencia, si se las trasciende, con la condición de que se vaya más lejos. Os citaré tres ejemplos.En primer lugar se presenta el ejemplo bergsoniano de la experiencia de la duración.

Hay en ella una experiencia auténtica dentro de ciertos límites. La duración aparece entonces como el movimiento vivido, donde, en un nivel más profundo que el de la conciencia, nuestros estados psíquicos se funden en una multiplicidad virtual, pero una sin embargo, y por donde sentinos que avanzamos en el tiempo pero que, al cambiar, permanecemos de una manera individida y que por lo tanto nos enriquece cualitativamente y triunfa de la inercia de la materia.

Hay en ella una experiencia psicológica que no es todavía la intuición metafísica del ser, pero que habría podido conducir a esa intuición, porque encubierta en la duración psicológica, implícitamente dada, está la existencia, el irreductible valor del esse; es por consiguiente una vía, un camino hacia la percepción de la existencia, pero ésta no ha sido puesta aún al descubierto, bajo su forma inteligible propia.
De la misma manera el filósofo alemán Heidegger afirma que no se puede ser metafísico sin pasar primero por la experiencia de la angustia, dándole a la palabra no solamente un alcance psicológico sino lo más metafísico posible.. Es el sentimiento repentinamente vivo y desgarrador de todo lo precario y perecedero de nuestra existencia, de la existencia humana y al mismo tiempo por efecto de esa angustia, esa existencia se despoja de su trivialidad, adquiere un valor único, su valor único, se presenta a nosotros como algo salvado del naufragio de la nada. Ciertamente esta especie de experiencia dramática de la nada puede servir de introducción a la intuición del ser, con la condición de que se la tome solamente como una introducción.

Nuestro tercer ejemplo no se refiere a una doctrina ya plenamente elaborada,....Parece que M. Gabriel Marcel buscaría una de las vías de aproximación al ser metafísico en la profundización del sentido de algunas realidades como la fidelidad.
Del mismo modo que Heidegger se apoya en una experiencia vivida, en algo psicológico como la angustia, pero advirtiéndonos que no se trata solamente de psicología, así la noción de fidelidad se toma aquí en un sentido que debe o debería trascender la moral y proporcionarnos un valor y un contenido propiamente metafísico.. (….).

CONDICION DE UTILIDAD

Veis por estos tres ejemplos que estamos en presencia de otras tantas aproximaciones concretas del ser: la primera experiencia, la de la duración, es más bien de orden especulativo, psicológico, biológico a la vez; las otras dos son más bien de orden práctico y moral y lo psicológico se encuentra incluido, engarzado en la ética.

Y bien; digo al respecto que, si uno se queda aquí, todavía no se ha franqueado el umbral de la metafísica. Tales caminos filosóficos no se deben ciertamente descuidar ni rechazar, pues pueden prestar inmensos favores y orientar hacia el ser a muchos espíritus inmovilizados por los prejuicios idealistas o impedidos por una seudo escolástica de manual; pueden disponer a los espíritus a encontrar el sentido del ser, pero con la condición de que se vaya más lejos, de que se pase el umbral, de que se franquee el paso; de lo contrario se permanecerá, a pesar de todo esfuerzo, en lo psicológico y en lo moral, que entonces sería trabajado, estirado, amplificado o extenuado para hacerle imitar la metafísica.

Estaríamos pues en presencia, no de la metafísica auténtica, sino de un sucedaneo de la metafísica, el cual puede por otra parte tener gran interés filosófico, pero que siempre es un sucedáneo. Todo cuanto se podría obtener por medio de eso son soluciones indirectas basadas en circunscripciones extrínsecas, no soluciones propias tal cual las exige una ciencia verdadera, un saber filosófico, lo psicológico y lo moral podrán imitar los acentos, las resonancias, las armonías de la metafísica, pero no serán sino puras resonancias.

Y sobre todo, lo que es más peligroso en estos intentos de llegar al ser, es que se corre el riesgo de permanecer encerrado en tal o cual de los analogados concretos del ser, en aquel que se habría elegido como camino de acceso.

La experiencia de que se trata no nos instruye más que sobre sí misma, y éste es precisamente el inconveniente de la pura experiencia en materia filosófica y el escollo de toda metafísica que quisiera ser experimental; esta experiencia, auténtica para el dominio estricto en que la intuición de que hablamos ha tenido lugar, no puede extenderse a un dominio inteligible más basto y adquirir un valor explicativo, sino sólo de una manera arbitraria.
Por otra parte, acabo de decirlo, tales experiencias tienen la ventaja de conducirnos hasta el umbral de la cuestión; lo que importa para nosotros es entonces pasar el umbral, franquear el paso, dejar caer los velos demasiado cargados de materia y de opacidad del concreto psicológico y moral, para descubrir en sí mismos los valores propiamente metafísicos que ocultaban tales experiencias; entonces no habrá más que una sola palabra a nuestra disposición para explicar el panorama descubierto, la palabra “ser”. Tengamos el valor de exigir a nuestra inteligencia que, al obrar como tal, mire de frente la realidad designada por esta palabra. Se trata de algo primero, muy simple y muy rico a la vez y, si se quiere, de algo inefable, en el sentido de que la percepción es lo más difícil de describir, porque es lo más inmediato que hay. Nos encontramos aquí en la raíz primera de toda la vida intelectual, descubierta finalmente en sí misma. (…)(*)
De tal suerte es verdad que estas palabras ser, existencia, contienen una gran riqueza metafísica supraobservable que, para librarnos de este contenido, los empiristas, consecuentes consigo mismos, se ven obligados sugerir la renuncia a la palabra existencia, solución valiente aunque imposible y por otra parte en lógica armonía con los principios del empirismo, ya que éstos requieren la constitución de un vocabulario filosófico perfectamente despojado de toda referencia ontológica.
En uno de los últimos números de la Revue de métaphysique et de morale (abril-junio 1931) encuentro un artículo de Mme. Ladd-Franklin titulado “La no existencia de la existencia” que nos propone, en nombre de las exigencias de un método científico, libre de toda ontología –en realidad es una metafísica puramente empirista- reemplazar la palabra existencia por la palabra “ocurrencia en tal o cual domino del pensamiento”………………….
Y este contenido metafísico cubre todo el dominio de lo inteligible y de lo real. Se trata de un don hecho a la inteligencia en una intuición que sobrepasa infinitamente (no digo en intensidad experimental, sino en valor inteligible), las experiencias que han podido conducir hasta ella.


Nota(*): "El ser hace su epifanía ante la inteligencia desde sí mismo".
“Se muestra como “presencia”: de algo. Ante el ser, ante cualquiera realidad, ante cualquier objeto, la inteligencia no puede no advertir “la presencia de algo”. De lo contrario, la inteligencia no estaría ante el ser, ante una realidad u objeto, aun cuando el ser, la realidad u objeto guardara con la inteligencia una contigüidad o vecindad extremadamente decisiva".
“El hecho de estar ante algo, es la notificación lúcida o evidente de la presencia de algo, no precisamente como algo sino como presencia de algo".
La presencia del ser es su misma posición ante la inteligencia; su posición ante la inteligencia exige la posición en sí, en cuanto implica separación respecto a todo lo que no es tal posición; la posición en sí, es la sistencia Extraída del mundo indiferenciado; es una Ex-traída-Sistencia".
“El ser como Existencia (sin que digamos precisamente en qué consiste ella) es la primera manera de epifanía con que el ser se muestra desde sí mismo a la inteligencia.” (Estudio preliminar por Juan R. Sepich. Tratado del Ente y la Esencia, Santo Tomás de Aquino. Bs. As. 1940)

ANALISIS RACIONAL CONFIRMATIVO

Hemos hablado brevemente de la intuición del ser y de los caminos que hasta sus puertas pueden conducirnos. Añadamos que se puede y se debe demostrar analíticamente la necesidad de llegar a ella; he aquí algo completamente distinto de los caminos concretos hacia el ser de los cuales hemos hablado. Se trata de un análisis racional que versa sobre la necesidad del ens in quantum ens como objeto supremo de nuestro conocimiento.

En tal análisis demostrativo de lo que se presupone (ya como naturalmente admitido, ya como confirmado científicamente por la crítica del conocimiento), es de una manera general lo que se puede llamar el valor objetivo, o más bien, transobjetivo de la inteligencia y del conocimiento; ésta es en verdad una posición no idealista. Es fácil entonces demostrar en primer lugar que no nos podemos desentender, como lo proponía Mme. Ladd-Franklin, sino tan solo en apariencia, del concepto de ser y de existencia, aun cuando se diga “ocurrencia” y se pretenda demostrar que es menester reemplazar el término existencia por este otro más exquisito.

Toda la larga cadena de conceptos que se emplean para establecer tal conclusión testimonia a cada instante el primado de la noción de “ser”. Se dirá por ejemplo que los filósofos que emplean la palabra existencia están en el error y que un sano método científico exige que se descarten las nociones ontológicas. Notadlo bien; el ser está ahí (no siempre la palabra, pero sí el objeto designado) y en cada momento se empleará, sin darse cuenta, el valor inteligible del ser que se pretende eliminar. Todo esfuerzo por desembarazarse de la noción de ser se refuta a sí mismo.

En segundo lugar, es fácil demostrar, como lo hace Santo Tomás en el primer artículo del tratado De Veritate, que todas nuestras nociones, todos nuestros conceptos se resuelven en el ser. Este es el primero de todos nuestros conceptos y todos los demás son determinaciones suyas; éstas se basan en las diferencias que radican en el seno mismo del ser y no fuera de él.

Por consiguiente, a él subimos inevitablemente como a la fuente, es a él a quien la inteligencia ve primeramente y ante todo; es a él a quien la inteligencia metafísica debe por consiguiente descubrir y conocer según su misterio propio. Consultad al respecto los textos de la Metafísica anteriormente citados.

Pero, importa mencionarlo, la intuición de la cual antes hablábamos y el análisis al que ahora nos referimos, deben ir juntos; si se permaneciese solamente en la intuición sin tal análisis racional, se correría el riesgo de tener una intuición no confirmada por la razón, cuya necesidad racional no se pondría de manifiesto; y si se permaneciese simplemente en el análisis, como se corre el riesgo de hacerlo en las exposiciones pedagógicas, éste mostraría que se debe llegar a la intuición del ser en cuanto ser, como al término de un movimiento regresivo necesario; pero dicho análisis no proporcionaría esta intuición por sí solo.

El análisis está aquí en el mismo caso de los caminos de los cuales anteriormente hablábamos. Esos caminos conducían concretamente (in via inventionis) a la intuición metafísica del ser, pero aun faltaba pasar el umbral hasta el cual nos conducían; lo mismo sucede con el análisis racional que conduce hasta aquí por necesidad lógica ( y más bien in via iudicii); también éste nos conduce hasta un umbral que tan sólo una percepción intuitiva, percepción del ser en cuanto ser, nos permite franquear; y entonces, cuando el espíritu tiene de una vez tal intuición, la tiene para siempre.

Notad que el acontecimiento cuya memoria no podría perderse nunca en la filosofía fue el descubrimiento, aunque imperfecto, del ser en cuanto ser por Parménides. Platón lo llama por esta razón el padre de la filosofía y se acusa si mismo, al criticarlo, de poner sobre él una mano parricida.Parece que Parménides fue el primero que tuvo en la historia de la filosofía occidental la percepción, aun muy imperfecta, del ser en sí mismo. Digo “imperfecta porque no parece que la hay precisado en su puro valor metafísico, parece que bloqueó (como lo muestra su teoría de la esfera) la intuición metafísica del ser, con una percepción todavía física de la realidad sensible; comprendió o interpretó mal su intuición, en el momento inevitable en que ella pasaba parta él al campo de la conceptualización filosófica, al aplicarle el cuadro de la univocidad; de ahí su monismo.
(sigue...)

LA INTUICIÓN DEL SER EN CUANTO SER
ES UNA INTUICIÓN EIDÉTICA

Esto mismo implica que la intuición metafísica del ser es una intuición “abstractiva”. Mas he aquí otra venerable palabra que las deformaciones de un largo uso y toda suerte de errores y equívocos han tornado violenta a la refinada modalidad de los oídos modernos; en lugar pues de decir abstracción, os propongo decir visualización eidética o ideativa. Decimos por consiguiente que la intuición metafísica del ser es una intuición ideativa, eminentemente ideativa (y ¿cómo podría ser de otro modo para nuestra inteligencia humana en su puro ejercicio especulativo?).

Esta intuición está en la cumbre de la intelectualidad eidética, pero ¿qué quiere decir la palabra visualización eidética (abstractio)? Quiere decir que la inteligencia, por lo mismo que es espiritual, se proporciona a sí misma sus objetos, los eleva y dignifica dentro de sí misma, en grados diversos de espiritualidad e inmaterialidad cada vez más puros. En sí misma, dentro de su intimidad, alcanza lo real desexistenciado de su existencia propia y extramental y engendrando, profiriendo en su espíritu, un contenido, una intimidad, un sonido, una voz inteligible, que no puede tener más que en el espíritu sus condiciones de existencia una y universal, como de inteligibilidad en acto. Si el ser fuese el objeto de una intuición concreta, como la del sentido externo o de la introspección, de una intuición centrada sobre lo real tomado concretamente en su existencia singular, la filosofía debería elegir entre un puro monismo ontológico y un puro pluralismo fenomenista según la actitud realista o idealista asumida por esta intuición.
Si el ser es análogo, como acabamos de decirlo, y si el principio de identidad es el axioma de las irreductibles diversidades de lo real, es porque el ser extramental es percibido en el espíritu bajo las condiciones de la existencia eidética que allí recibe, es porque la imperfecta y relativa unidad que tiene en el espíritu se rompe ( como también la unidad pura y simple de los objetos de concepto unívocos) cuando de su existencia en el concepto se pasa a su existencia real. La ideatividad superior de la intuición del ser en cuanto ser es la condición básica y la garantía infalible de su recto uso metafísico.
Por esta razón un gran caos separa a los filósofos escolásticos de muchos filósofos modernos de tendencias realistas que pretenden construir una filosofía “existencial” y una ontología. Para muchos filósofos modernos el ser es el objeto de una intuición o de un hallazgo decisivo, pero de una intuición experimental, de un hallazgo concreto, que permanece siempre, por profundo, misterioso y secreto que se lo suponga, en el mismo tipo que aquellos que la experiencia psicológica o moral puede procurarnos; se trata entonces de descubrir una realidad o una experiencia singular actualmente existente y operante –en todo caso una realidad que no sea captada por la inteligencia por medio de una visualización eidética, en la trasparencia de una idea o de un concepto- y de descubrirla con la ayuda de una cierta connaturalidad afectiva y vivida.
Esto es así por causa del prejuicio idealista que impide a estos filósofos el uso franco y deliberado de la intuición eidética. No se aperciben que se valen de ella siempre y a pesar de todo, pero en su más bajo grado y mezclándola con elementos sensibles o afectivos; buscan así el objeto de la metafísica en un nivel que es el de la experiencia física, o el de experiencias aun más investidas por la opacidad de los sentidos.

Y bien; en cuanto las diversas experiencias de las cuales hablamos anteriormente pueden servir de caminos hacia la percepción metafísica del ser, en tanto son incapaces de constituir por sí mismas tal percepción. Esta percepción, esta intuición es del orden más altamente eidético, puramente inteligible y no experimental; por eso muchos se creen metafísicos y son en realidad psicólogos o moralistas y,al esforzarse por llegar a la metafísica, imitan, pero no alcanzan, la percepción de la cual hablamos.
El tomismo, ya lo hemos dicho, merece ser llamado una filosofía existencial ya en el orden especulativo, ya en lo que concierne a la parte especulativa de la filosofía. Pero si la metafísica tomista es una metafísica existencial sigue siendo siempre metafísica, una sabiduría que procede por modo intelectual, según las exigencias puras de la inteligencia y de la intuitividad que le es propia.


EXPLICACIONES SOBRE EL SER EN CUANTO SER
Nota: Sobre la naturaleza del ente, luego veremos más según Gonzalez Alvarez.
La analogía del ser
Hemos hablado de la intuición del ser en cuanto ser, en cuanto objeto del metafísico, de los caminos concretos que conducen hasta dicha intuición y del análisis racional que exige, mostrando regresivamente que el ser es el objeto primero e indispensable de nuestro pensamiento.
Hemos dicho también que, considerada en cuanto experiencia vivida por mí, valorada por parte del sujeto, esta intuición es inefable como toda experiencia y, a decir verdad, más que cualquiera otra, pues no puede ser descrita o sugerida sino de una manera aproximativa.
Se hablará entonces de "revelación" inteligible; se dirá que, en medio de un acompañamiento emocional más o menos intenso, una percepción intelectual nos pone inmediatamente frente a esta realidad “extraordinaria” y como brotada por primera vez ante los ojos de la inteligencia que hace que nosotros mismos y todas las cosas seamos consistencias determinadas y arrancadas a la nada, a la pérdida, al desastre fuera del cual ellas y nosotros nos mantenemos situados.
Pero se trata del objeto sobre el cual versa esta percepción intelectual; éste puede perfectamente ser nombrado; no es inefable; es por el contrario el primero en ser concebido –lo he concebido en su incorporación a las cosas sensibles mucho antes de concebirlo en sí mismo, como lo hago ahora; lo he nombrado desde mi infancia-, es percibido en un verbo mental que nosotros expresamos y que no podemos manisfestar sino con la palabra “ser”.
Ser, existencia… no voy más allá de esto. Si se me interrogara sobre el concepto de ser, constreñido a explicarlo digo, y no puedo decir más que esto (no es una definición sino una simple designación): “el ser es lo que existe o puede existir”, expresión que tiene sentido en tanto y sólo porque me hace volver la mirada hacia un intuición primera.
No es la intuición primitiva del niño sino la intuición del metafísico la que considera al ser en sí mismo y sus propiedades esenciales, secundum quod est ens. Lo veo como una realidad inteligible que mana de la menor cosa y que vale para todas, pero en sentidos diversos; es como si el brote de hierba arrojara, de su seno mismo, algo más grande que el mundo, que, con valores y sentimientos esencialmente variados, conviene a la brizna de hierba en que lo he visto primeramente, como a mí mismo y como a la causa de todo cuanto existe; el ser en cuanto ser, el ser propio del metafísico no se capta en una intuición pura y auténtica, sino cuando al mismo tiempo se capta su polivalencia o su analogía, su valor esencialmente análogo.
Se trata de una realidad independiente de mí que constituye, considerada en sí misma, todo un inagotable universo de saber posible y de inteligibilidad, de misterio inteligible y que no es una cosa, pura y simplemente una, sino que se encuentra en todas partes de una manera esencialmente variada. Nos encontramos en un plano intelectual en el que ninguna imagen sensible puede servirnos, ni la de un cuerpo ( que es uno pura y simplemente), ni la de una multiplicidad de cosas visibles (que son una dispersión sin unidad); su consistencia es puramente inteligible y no impide, sino que exige, por el contrario, su multiformidad y diversificación.
Se podría decir que el ambiente propio de la inteligencia metafísica es como un cristal líquido; me presenta, en efecto, una diversidad inteligible infinita, que es la diversidad de cualquier cosa que puedo no obstante nombrar, con todo derecho, con un solo nombre; es algo que encuentro en todas partes y nombro con el mismo nombre, porque se me presenta, en todas partes, notificado por la similitud de las relaciones que las cosas más diversas tienen con un cierto término esencialmente diverso designado en cada cosa –por mi concepto de ser-, como encontrándose formal e intrínsecamente en ella.
Este carácter análogo (que se refiere a lo que se llama analogía de proporcionalidad propia), está inscripto en la misma naturaleza del concepto de ser; es análogo desde el primer momento; no es un concepto unívoco que se emplearía de una manera análoga; es esencialmente análogo, polivalente; no es uno en sí mismo, sino con una simple unidad de proporcionalidad, es pura y simplemente múltiple y uno bajo cierto aspecto.

ESENCIA Y EXISTENCIA (La naturaleza del ser en cuanto ser)
-Ver Ontologia en el Blog Filosofía .Definición e introducción-
Intentemos exponer primeramente el valor de la consistencia inteligible contenida en ese primer objeto captado por la intuición del metafísico: vemos de inmediato que ella, cuando considera diversas cosas, ve, de un modo semejante en cada una, una relación típica entre esto que es (lo que los filósofos llaman esencia o naturaleza) y el esse o la existencia de “esto”. La noción de ser, pues, implica dentro de sí cierta polaridad “esencia-existencia”.
No se puede tener una noción del ser que haga abstracción completa de uno u otro de estos dos aspectos. Ahora bien; esto merece ciertamente ocupar nuestra atención. He aquí por consiguiente que el concepto del ser envuelve implícitamente, en su unidad analógica o polivalente, no sólo la división del ser en creado e increado, substancia y accidente (desde que reflexiono sobre el ser, lo veo dividido en tipos de ser que difieren según todo su ser: creado e increado, substancial y accidental); sino que también, en virtud de su misma estructura esencial, el concepto de ser encubre en sí, de una manera indisociable, todos los grados de su polivalencia, y, para todos los tipos de ser a los cuales puede aplicarse, lleva en toda la extensión, en el campo infinito que puede cubrir, los dos términos asociados y ligados de la dualidad esencia-existencia, pues el espíritu no puede aislar uno de otro en dos conceptos separados: cualquier ser que pienso comprende en su concepto este doble aspecto.
Ahora bien; la metafísica nos enseña que en Dios la distinción de esencia y existencia es una distinción de razón, una distinción puramente ideal, pero que es una distinción real en todas las cosas creadas. Esto quiere decir que la idea de ser, por imperfecta que sea, en razón misma de su grado superior de abstracción, por imperfecta y relativa que sea su unidad, tiene sin embargo como toda idea, más unidad que la realidad significada: no solamente significando tal analogado esta misma idea continúa valiendo para tal otro completamente diferente, sino que también une constantemente, en su múltiple y relativa unidad, en el seno de nuestro espíritu, las realidades “esencia-existencia” que fuera de nuestro espíritu son realmente distintas.
A esta misma idea, en la imperfecta unidad del concepto del ser, responde constantemente en las cosas una diversidad real, la de la esencia y la existencia en toda criatura.
Es la primera observación que podemos formular.
Nota: Ver El ser y los trascendentales, en el índice.

SER Y TENDENCIA
Una tercera observación concierne al carácter dinámico del ser que hace que no pueda poner esta realidad, captada en mi intuición primordial del ser en cuanto ser, sin poner al mismo tiempo una cierta tendencia, una cierta inclinación; los tomistas, tomando la palabra de Santo Tomás “a toda forma sigue una inclinación!, dicen que esto es una verdad evidente por sí misma para quien tiene la intuición metafisica del ser. Quien dice ser dice inclinación o tendencia; estamos aquí frente a una especie de comunicabilidad o de sobreabundancia característica del ser mismo; por eso la idea del ser se sobrepasa a sí misma –como antes lo indicábamos- en la de bondad y de bien.
Con el bien metafísico se manifiesta un nuevo orden, el orden de un cierto tengo derecho de ser consubstancial al yo soy, porque el bien es justificado en sí mismo –justificatum in semetipso- porque es bueno. El bien declara un merito, una gloria y también un gozo. Esto quiere decir que el bien no puede entenderse sino con relación al amor, como lo recordaba hace un instante: una cosa buena es digna (metafísicamente, no siempre moralmente) de ser amada, en sí, por sí, como perfección y por un amor de afección directo
(Nota. Entendemos por esto un amor que va hacia un objeto querido en sí mismo y por sí mismo; tal es el amor de la inteligencia por la verdad o el amor del hombre recto `por el “bien honesto”; o el “amor de amistad” que tenemos para nosotros mismos y para otros).
- Sigue a lo anterior a la nota - (es el bien en un sentido primario); o como perfectivo de otra cosa y por un amor de afección refractada (Nota: entendemos por esto un amor cuyo movimiento es refractado o que va de un objeto querido a otra cosa (amada con un amor en línea recta). Tal es el amor del “bien útil” y del “deleitable”; o el “amor de concupiscencia” por el que queremos tal bien para nosotros mismos o para nuestros amigos.) ( es el bien en sentido secundario). La noción de bien es, como toda noción trascendental, una noción primera, que surge de un solo golpe bajo un cierto ángulo de visión, para revelar una nueva faz del ser, un nuevo misterio inteligible consubstancial al ser. Esta perspectiva en las profundidades del ser se descubre con el amor del cual es término y por relación al cual se define; una inteligencia que, por un imposible, no tuviese la noción del amor no tendría de ninguna manera la del bien, pues ambas son correlativas. Y bien, pues; decía que esta verdad: ad omnem formam sequitur inclinatio, o de un modo más amplio: en todas partes donde hay ser hay tendencia y amor, omne esse sequitur appetitus, aparece como evidente desde que se ha captado la manera de convertir la idea de ser en la idea de bien, desde que se ha visto cómo el ser sobreabunda en bien o en bondad. Este axioma puede verificarse de dos maneras diferentes, sobre dos planes diferentes, según se considere la “abundancia” del ser con relación a lo que abunda o con relación a lo que recibe o puede recibir de esta abundancia.

Considerad este aspecto del ser: el bien metafísico con relación a la multitud de los diversos objetos existentes (omnia): por lo mismo que el ser es bueno, comprende en todos estos objetos una tendencia o un deseo de esta bondad; por eso los antiguos con Aristóteles definían el bien “id quod omnia appetunt”, lo que cada uno por su parte y todas las cosas desean. Así es como una cosa es buena para otro, lo cual se efectúa en todo los planos analógicos. Y así se dirá que la lluvia es buena para los vegetales, que la verdad es el bien para la inteligencia y el deseo correlativo, y ello, tanto en los vegetales respecto a la lluvia como en la inteligencia respecto a la verdad, proviene de lo que los escolásticos llaman el appetitus naturalis, o sea de la inclinación “natural” o consubstancial; más aún, la materia desea la forma o mejor, las formas; este deseo es ella misma la cual no participa del ser sino por él. Y así cuando se dice que el alimento es bueno para el animal, el apetito de que se trata proviene de la “inclinación sensitiva”; también se dirá que ser estimado por otros es bueno para el hombre o que la existencia del amigo es buena para el amigo; el deseo de estos bienes proviene entonces de la “inclinación intelectiva” o de la voluntad. Así es como, en toda suerte de grados esencialmente diversos, una cosa es buena para otra, de la misma manera Dios es bueno para todas las cosas, que lo desean.
El axioma que nos ocupa puede todavía verificarse de una manera más profunda, en el sentido de que la bondad, trascendental convertible con el ser, impulsa al mismo ser a expandirse y a sobrepasarse, a comunicar un exceso, así comprobamos en todos los agentes naturales que pertenecen a este mundo sensible, una inclinación a perfeccionar a otro por la acción transitiva o a perfeccionarse a sí mismo ontológicamente, por la acción inmanente del viviente vegetativo que se desarrolla a sí mismo.
Y en un grado más elevado aún, inconmensurable, comprobamos una inclinación a sobrepasar en conocimiento, o a sobreabundar en amor, y en estos dos casos existe al mismo tiempo un autoperfeccionamiento del sujeto; esta adquisición de una nueva perfección acompaña, en todo lo que es creado, a la sobreabundancia de que hablo, pero de por sí (ex vi notionis) no la exige necesariamente. Formalmente lo que importa es la sobreabundancia como tal; la sobreabundancia del conocimiento expresa la perfección de un ser que es de una cierta manera, que es él mismo o los otros en virtud de una existencia suprasubjetiva (de orden intencional en todas las criaturas); la sobreabundancia del amor dice la generosidad de un ser que tiende de una cierta manera, que fluye hacia alguna cosa –a sí misma o a otras- en virtud de una existencia suprasubjetiva ( de orden intencional en todas las criaturas) que es un existir por modo de don.
Antes de este amor de orden psíquico o espiritual (“amor elicitus”, decían los antiguos, amor emanado, podríamos decir nosotros), hay en todas las cosas – como en el amor de la inteligencia por la verdad, de que hablábamos hace un momento- un amor radical (“amor naturalis”), una inclinación ontológica que se confunde con la esencia misma de la substancia o de las potencias. Así es como todo ser se ama a sí mismo ( y a Dios más que a sí mismo) según esta inclinación “natural” o consubstancial, que no procede en él del conocimiento, sino de su substancia misma. Y que existe en la piedra y en el árbol como en el hombre. Y bien; cuando un ser se conoce a sí mismo y puede decir ego , cuando tiene en sí, por el conocimiento y por la reflexión sobre sus actos, la forma de su propio ser, lo que hay en el según el ser intencional de conocimiento es la forma de esta inclinación radical misma, de este amor “natural” de sí mismo que le es consubstancial, y que se dobla desde entonces con una inclinación psíquica (o “emanada”), es decir, procedente del conocimiento, con un amor natural todavía, pero como movimiento de la voluntad; en otras palabras: conocerme a mí mismo es conocer un bien que amo (ya) radicalmente (con un amor consubstancial) y hacia el cual yo fluyo según el ser espiritual de amor, constituyéndolo así formalmente subjetivado, constituyéndome yo a mi mismo, y arrastrando todas las cosas hacIa él. Por lo tanto me amo a mí mismo naturalmente con un amor emanado, que es un amor de afección directa o de amistad.
Y cuando conozco otra cosa distinta de mí, cuando por el conocimiento tengo de mí la forma de otra cosa, o bien hay en mí una inclinación o fluencia afectiva hacia esta cosa que yo quiero para mí, porque ella me es buena, y hago proceder en mí como un peso espiritual que me arrastra hacia esta cosa a fin de incorporármela, a fin de ella sea para mí, he aquí el amor de afección refractado, o de concupiscencia; o bien hay en mí una inclinación o una fluencia afectiva hacia esta cosa, a que yo deseo bien, porque es buena y porque es para mí como yo mismo, y hago actuar en mí un peso o una impulsión espiritual, por la cual arrastro todas las cosas y a mí mismo hacia esta otra, que deviene para mí un yo, una subjetividad, y a la cual quiero en cierta manera estar tan realmente unido como a mí mismo; esto constituye el amor de afección directo o de amistad En el primero de los tres casos que acabamos de considerar (en el amor de amistad para mí mismo), el ser se encamina ciertamente a perfeccionarse a sí mismo, pero ante todo sobreabunda al darse, por así decir, a sí mismo. También en el segundo caso (en el amor de concupiscencia), el ser se encamina a perfeccionarse a sí mismo pero de otra manera distinta, que no hace el simple viviente vegetativo, a saber, en cuanto que él se quiere bien a sí mismo; no se trata de un simple hecho biológico y de una construcción de sí mismo en el ser de la naturaleza, sino de un hecho de la voluntad; se trata de obtener por sí mismo un don que procede de la voluntad y del esse amoris; es sobreabundancia superior. En el tercer caso (en el del amor de amistad por otro), el ser se encamina a perfeccionar a otro (y a sí mismo, es verdad, también indirectamente), pero de una manera distinta según la cual no proceden los agentes naturales, porque, en el caso de los seres voluntarios, en el caso de sobreabundancia superior propia al orden del amor, el don hecho a otro presupone que ha sido dado interiormente a él, o enajenado en cierta manera en él, que ha devenido otro nosotros mismos; en esto consiste esencialmente la sobreabundancia propia del amor.
Y finalmente si este ser es intelección y amor, como cuando se trata de Dios, al conocerse y amarse no se perfeccionará a sí mismo, no ganará una nueva perfección, pero sin embargo sobreabundará; y esta sobreabundancia será su mismo ser. La criatura al sobreabundar se perfecciona, gana en plenitud de ser; mientras que el caso de Dios no tenéis siempre esta sobreabundancia de intelección y de amor que constituye su ser mismo, a tal punto que no hay ninguna distinción, ni siquiera virtual, entre el ser de Dios y su amor. El constitutivo formal de su naturaleza, por cuanto podemos nosotros representárnosla, es el acto de intelección misma. Este es el privilegio más deslumbrante para la razón, es la gloria de Dios que el amor, que es la sobreabundancia última y por excelencia ( de tal suerte que pertenece a su noción ser una demasía), sea idéntico en sí a su esencia y a su existencia, que el amor radical sea el amor “emanado” y el esse: de tal suerte que desde este punto de vista –que considera a Dios según su gloria- el “Amor mismo Subsistente” es el nombre propio de Dios ( y el más secreto), como son la “Intelección Subsistente”, si lo consideramos según su esencia tomada como naturaleza o principio de operación , y “Ser Subsistente”, si lo consideramos según su esencia tomada como esencia. Ego sum qui sum. Deus caritas est.

SER Y MOVIMIENTO
Nuestra cuarta observación consiste en reconocer que la realidad alcanzada por la idea de ser implica también el movimiento, que parecería negar; acabamos de ver que a todo ser sigue una inclinación; pero decir inclinación es decir movimiento hacia la perfección deseada, si no se tiene esta perfección; por consiguiente siempre que haya inclinación hacia un bien que no está realmente unido al sujeto ( a título de perfección poseída por él, o de amigo junto a él por la presencia y el convivium), siempre que haya inclinación en todo el universo de cosas que no son Dios y tienen necesidad de perfeccionarse de alguna manera –y ante todo en el mundo material, lugar metafísico de la indigencia-, habrá cambio, movimiento.
Por lo tanto no es necesario decir solamente que el hecho del movimiento se impone al filósofo como una realidad experimental incontestable que entra en conflicto aparente con el ser intuitivamente captado por la inteligencia –de donde se originó el conflicto clásico entre Parménides y Heráclito-; es menester decir que el ser mismo, objeto de la intuición del metafísico, por el hecho de decir inclinación, comprende ese movimiento que parece negar. De ahí la necesidad para el ser de distribuirse en dos planos diferentes: el del ser en acto, y el del ser en potencia, es decir, de la posibilidad real, de la capacidad real hacia tal o cual determinación o perfección. Esta distribución del ser sobre dos planos permite analizar metafísicamente el movimiento. Pero estos dos planos, acto y potencia, son entre sí mismos esencialmente análogos, porque las nociones de acto y de potencia se realizan en esto y en aquello de una manera análoga. Estas brevísimas indicaciones tienen simplemente por fin hacernos sensible la diversidad y la riqueza contenidas en la intuición primordial del ser en cuanto ser. Conviene que volvamos ahora sobre lo que hemos llamado el carácter eidético de la intuición metafísica del ser, sobre el hecho de que ella tiene lugar gracias a una abstracción, a una visualización ideativa. Me parece que son necesarias aquí algunas puntualizaciones determinadas y concretas.

Visualización extensiva y visualización intensiva
Hemos hablado ya de la distinción tan importante reconocida por los antiguos entre abstractio totalis (diremos “visualización extensiva”), y abstractio formalis (“visaualización intensiva o tipológica”). En el primer momento la visualización intelectual no es sino extensiva; es decir: no versa expresamente sobre el tipo o la esencia separados de por sí, o, en lenguaje platónico, sobre la forma supratemporal de la cual participan las cosas. La esencia está sin duda allí, pero contenida en la idea de una manera implícita o velada y como alusiva, no utilizable o manejable por el entendimiento. Lo que la inteligencia expresa para sí misma y visualiza expresamente, son tan solos objetos del pensamiento ( que el lógico, reflexionando sobre ellos, llamará más o menos generales). Hay aquí solamente una aproximación al orden de lo inteligible y universal en general: éste es el primer paso; por él salimos del mundo de lo sensible para entrar en el mundo de lo inteligible.
Después de esto debe venir un segundo momento, la entrada al orden del tipo universal y de la inteligibilidad esencial, en donde la forma típica está expresamente separada o desenmascarada. Es el momento de la abstractio formalis, de la visualización intensiva o tipológica, en que el espíritu separa de los datos contingentes y materiales lo que pertenece a la esencia y al constitutivo formal de un objeto de saber. Con esta visualización intensiva o tipológica comienza el conocimiento científico, el saber propiamente dicho. Y según sus grados las ciencias difieren unas de otras, de tal suerte que el objeto de la visualización intensiva de un grado superior, por ejemplo el objeto de la visualización metafísica, no es solamente más universal, más común (recordáis que Santo Tomás llamaba a la metafísica scientia communis), sino que es de otro orden, pues representa una forma o un tipo regulador acabado, completo, en su inteligibilidad propia. Creo que importa insistir sobre esto. Notad por ejemplo que el ser en cuanto ser, del cual hablamos actualmente y que es objeto del metafísico, responde a una noción mucho más universal, mucho más común que la de substancia, cantidad, cualidad o acción, etc….; es, en fin, más común que cada uno de los predicamentos de Aristóteles.
Se puede plantear entonces una cuestión: ¿por qué se estudian entonces las categorías en lógica y no en metafísica, mientras que el ser, que es más común, no se estudia en lógica, sino se lo considera como objeto de la ciencia por excelencia? Si hubiera una simple diferencia de extensión entre el ser y los predicamentos, la noción de ser sería simplemente una noción más indeterminada; nada justificaría por consiguiente que fuera objeto de una ciencia de lo real y de la ciencia por excelencia; debería pues estudiarse en lógica como los predicamentos. Pero los predicamentos son los géneros supremos: y el conocimiento se halla en estado de perfección (por adquirir…); no es verdaderamente un saber sino cuando es capaz de alcanzar el objeto completamente determinado según su inteligibilidad propia; si conocéis únicamente por el género supremo una realidad que está encerrada en una especie; si sabéis únicamente del hombre que es una substancia, lo conocéis de una manera insuficiente, indeterminada; y si os quedáis aquí, no habéis llegado a la ciencia de esta realidad. Por eso los antiguos consideraban los predicamentos como instrumentos de saber gracias a los cuales podemos empezar a conocer las cosas: clasificar las cosas en la categoría de substancia, cualidad o cantidad es una manera de empezar a conocerlas. El estudio de los géneros supremos proviene pues de la ciencia que versa sobre los medios de saber, la lógica; pertenece al dialéctico, al lógico. Pero la verdadera ciencia de las cosas se obtiene en el momento en que las alcanzamos en su especificidad, en su inteligibilidad típica integral (10).
(10) Importa mucho distinguir entre el predicamento lógico y el metafísico. El primero comprende una ordenación de las nociones universales según la relación de sujeto a predicado; se trata aquí de un orden que se hace (ordo quem facimus) pues se ordenan los géneros, las diferencias y las especies por un género supremo que se predica de todos los inferiores hasta el último individuo. Se trata de predicamentos metafísicos cuando se toma algún género supremo no en cuanto género, es decir no en su relación a los inferiores, sino en cuanto significan alguna naturaleza real; aquí estamos en el ámbito del ens reale; nos referimos pues al ser de primera intención; en este sentido son estudiados en ontología en donde reciben la definición de modos generales de ser real y contingente. Aquí encontramos la verdad de que el ser no es un género; si el ser fuera un género supremos, más elevado en universalidad que los predicamentos, no habría ninguna razón para que el ser fuese objeto de una ciencia de lo real; pero el ser es un trascendental, un análogo; y si tenemos la intuición del ser en cuanto ser, entramos en un universo inteligible nuevo, superior al de los predicamentos, en un universo que tiene su inteligibilidad y su consistencia noética propias y típicas, y que el metafísico puede escudriñar en todas sus dimensiones, sin necesidad de particularizar su conocimiento hasta las diversidades específicas. La metafísica alemana que parece adherirse a la noción del “universal concreto” podría tender así, bajo una fórmula defectuosa –este punto debería ser examinado- al universal obtenido por la visualización intensiva, o tipológica por oposición a la visualización extensiva, podría tender así hacia el ser en cuanto ser, con su valor trascendental y análogo, con sus realizaciones multiformes en cada grado del universo inteligible, en oposición al ser vago del sentido común o al que nosotros hemos llamado serdesrealizado del lógico.
Los grados de visualización intensiva
Sabemos que los antiguos reconocían tres grados fundamentales o tres órdenes principales de visualización intensiva (abstractio formalis) y que la metafísica pertenece al tercero, al más elevado. Sobre esta doctrina encontraréis observaciones importantes en el Comentario de Cayetano a la Prima Pars, q. 1, a. 3. El sujeto ( o el objeto) de una ciencia es la cosa sobre la cual versa (ens en el caso de la metafísica), lo que se puede llamar su exponente de inteligibilidad real (ratio formalis objeti ut res, o ratio formalis quae) es un cierto aspecto, o más bien, un “inspecto” determinado por el cual la cosa se ofrece, se presenta o sale al encuentro del conocimiento, cierta perspectiva bajo la cual ella descubre sus profundidades (entitas: en el caso de la metafísica). El sujeto formal (u objeto formal) de la metafísica es pues el ens sub ratione entitatis, el ser bajo el exponente de inteligibilidad real del ser mismo –el ser en cuanto ser.
Pero hay una condición de determinación más precisa todavía, y más “formal”: es lo que se podría llamar la luz objetiva (ratio formalis objecti ut objectum, o ratio formalis sub qua) bajo la cual la ciencia en cuestión alcanza su objeto; se trata entonces de una cierta inmaterialidad típica en el medio de conocer, en el modo de visualizar y de definir requerido por este objeto para ser alcanzado y penetrarlo. Esta luz objetiva se relaciona pues, muy especialmente con el tipo de visualización o de abstracción. En el caso de la metafísica es una visualización en el que el conocimiento se encuentra libre de toda materia, en que el objeto es visualizado sine omni materia.
¿Qué se entiende aquí por materia? Es en definitiva aquello por lo cual la realidad se encuentra, bajo uno u otro aspecto, incomunicable para nuestro conocimiento, encubierta para nuestro espíritu; es algo así como un peso de incomunicabilidad cuya raíz primera recibe de los filósofos el nombre de materia prima. Si consideráis los grados que median de la incomunicabilidad absoluta a la comunicabilidad más alta, tenéis, en el más bajo grado, la incomunicabilidad absoluta que es la nada, después la incomunicabilidad de la materia prima, que es incomunicable por sí misma (como que ella es … desconocida por si), por lo mismo que es no- existente-por-sí-misma ( no existe sola, no existe sino por la forma). Pero comunica con la forma que la actúa. Verificamos aquí que la noción de comunicabilidad es coextensiva a la del ser: en la medida en que una cosa es, es comunicable, implica cierta comunicabilidad, cierta expansión, cierta generosidad; ella está en el más bajo grado, en el grado de posibilidad, en la materia. Desde el momento en que la materia existe, no está sola, está con la forma y por la forma; pero es (en cuanto exige posición) raíz de la individuación de la forma y del compuesto; y así restringe y reduce al ser al máximum de estrechez y de indigencia: al del individuo corporal: y de un ser a otro ser en que la forma está completamente absorbida en informar la materia (seres inanimados), tenemos incomunicabilidd completa, salvo en cuanto a la acción transitiva; es el segundo grado de comunicabilidad, el de los cuerpos tomados en su existencia material, que no pueden comunicarse mutuamente , sino las modificaciones que padecen entre sí y están ligadas cada una de ellas a una pérdida consiguiente. En el límite superior dos cuerpos se comunican sus naturalezas destruyéndose para no existir sino virtualmente en un tercero de especie diferente (generación substancial). Tercer grado, tercer momento: la incomunicabilidad está puesta a un lado en cuanto a la posibilidad de existir en otro (en el alma), pero esto se efectúa solamente en función de la acción transitiva misma de un cuerpo sobre otro, quiero decir sobre un órgano sensorial; los cuerpos existen entonces, no solamente con una existencia material, sino también con la existencia intencional que corresponde a la sensación. Ellos devienen objeto. Pero el objeto tomado bajo las notas individuantes debidas a la materia prima está todavía sellado por las condiciones dadas hic et nunc por la acción de la cosa sobre el sentido; no se comunica sino según estas condiciones materiales; su ser permanece oculto. Un cuarto grado corresponde al conocimiento intelectual. La incomunicabilidad de las cosas está de lado en cuanto a su posibilidad de existir en otro (en un sujeto conociente, en un alma); y esto en función de su ser mismo, no solamente en su función transitiva accidental, sino en función de lo que ellas son; las cosas existen entonces con existencia intencional de orden inteligible; y desde entonces –éste es el rescate- las notas individuantes, ligadas al conocimiento ( en sí orgánico) del sentido, caen necesariamente. Entramos en el dominio del conocimiento intelectual que en nosotros, hombres, es necesariamente un conocimiento abstractivo o visualizador, porque proviene de los sentidos. Pero hay que considerar todavía diversos grados.
En un primer grado, esto mismo que una cosa (corporal) es (y que se encuentra, lo hemos visto, despojado de su existencia en sí, material y singular, como de su existencia en el sentido, existencia aun natural y singular desde algún punto de vista), esto mismo, digo, que una cosa es se presenta frente a la inteligencia, pero como aprisionado y encubierto, como incorporado en todas las diversidades cualitativas de lo sensible; no es el ser como tal lo que aparece a la inteligencia; son los seres con todas las diversidades cualitativas propias del universo sensible: caro et ossa; es lo que los antiguos llamaban “materia sensible”; ellos decían que en el primer grado de abstracción el espíritu abstrae de la “materia individual “, pero no de la “materia sensible”. Es así como el Conocimiento de la naturaleza sensible (filosofía de la naturaleza y ciencias de la naturaleza) considera las acciones y las pasiones de los cuerpos, las leyes de la generación y de la corrupción, el movimiento…; su objeto formal es el ens sub ratione mobilitatis y su luz objetiva es un tipo de visualización en donde caen las condiciones de singularidad contingente que en la sensación enmascaraban al ser, pero en el cual el objeto no es visto y definido por la inteligencia, sino con referencia a las diversidades percibidas por el sentido externo: cum materia sensibili, non tamen hac. Cuando la inteligencia considera de esta manera lo que son las cosas, hay todavía algo que no se ve, hay aun en las realidades corporales algo que no se ve, que no se conoce, que no se comunica, que permanece incomunicable; de ahí la necesidad de pasar a un segundo orden o grado de visualización,
En este segundo grado, esto mismo que una cosa es ( y que se encuentra despojado de su existencia en sí, y de su existencia en el sentido y también de todo lo cualitativo sensible y de toda referencia a la percepción sensorial, en virtud misma de la actividad del espíritu, que ahonda cada vez en el objeto y que, para quitar la incomunicabilidad subsistente aun en él, lo eleva cada vez más en inmaterialidad), esto mismo –digo- que una cosa es se presenta a la inteligencia como consistente en la estructura cuantitativa del ser corporal tomada en sí mismo o según las relaciones de orden y de medida propias de la cantidad. La cantidad no se considera entonces como accidente real de la substancia corporal, sino en cuanto materia común de entidades reconstruídas o construídas por la razón; permanece ella –no obstante haber sido idealizada- algo corporal; continúa llevando en sí el testimonio de la materia de donde proviene; es lo que los antiguos llamaban la “materia inteligible”, pues ellos decían que, en el segundo grado de abstracción, el espíritu abstrae de la “materia individual” y de la “materia sensible”, pero no de la “materia inteligible”. El objeto del saber matemático es pues el ens (reale seu rationis) sub ratione quantitatis, o más bien ens quantum sub ratione quantitatis ipsíus, seu relationum quantitativarum ordinis seu mensurae; su luz objetiva propia (modus abstraendi et definiendo cum materia intelligibili tantum) es un tipo de visualización en que caen, no solamente las condiciones de singularidad, sino también toda referencia a las percepciones del sentido externo, pero en que el objeto no es visto y definido por la inteligencia, sino con referencia (directa o indirecta) a una constructibilidad en la intuición imaginativa.
La “materia inteligible” es revelada en parte, pero encubre a nuestros ojos, más que nunca, lo que el ser real contiene de misterio inteligible, aun no descubierto en el primer grado de abstracción, las más altas realidades inteligibles que se encontraban enmascaradas allí por la “materia sensible”, por un tipo de visualización que cimentaba aun en el sentido la inteligibilidad misma. Pero hay todavía en el ser algo que no es visto, algo más profundo que el universo de lo continuo y del número, hay en las realidades corporales algo de incomunicado al espíritu. Por eso es necesario pasar a un tercer grado de visualización, a aquel en el cual esto mismo que una cosa (corporal) es (y que se encuentra despojado de su existencia en sí, de su existencia en el sentido, como también de sus propiedades sensibles y de sus propiedades cuantitativas, en fin, de todo lo que una cosa material y corporal proviene de la materia misma y atestigua su dominio sobre la constitución misma de la cosa); pues digo, esto mismo que una cosa es se presenta a la inteligencia despojado ya de todo cuanto atestigua el dominio de la materia. Se puede decir entonces que lo que las cosas mantenían o conservaban aún de misterio inteligible incomunicado a nuestro espíritu, que lo que en el ser es más profundo que la inteligibilidad basada en la intuición imaginativa, está ahora desenmascarado. Esto querían decir los antiguos cuando afirmaban que, en el grado del saber metafísico, el espíritu abstrae de toda materia, que la conocibilidad del objeto se encuentra despojada de toda materia. Ni “materia inteligible”, ni “materia sensible” ni “materia individual”, pues se abarca el universo del ser en cuanto ser y de los trascendentales, del acto y de la potencia, de la substancia y del accidente, de la inteligencia, de la voluntad, etc…, que son otras tantas realidades capaces de existir en las cosas inmateriales como en las materiales. La inteligencia ve entonces en las cosas materiales las realidades capaces de existir no sólo en las cosas en que ella las ve, sino también en los mismos sujetos inmateriales, y finalmente en la causa trascendente de las cosas en donde se realizan, en una sobreeminente unidad, las nociones trascendentales: ser, uno, verdad, inteligencia, voluntad, etc…
El objeto de la metafísica es el ensr sub ratione entitatis, el ser bajo el exponente de inteligibilidad real del ser mismo; su luz objetiva propia (modus abstraendi et definiendo sine omni materia), es un tipo de visualización intelectual en que caen no solamente las condiciones de singularidad, sino también toda referencia a las percepciones del sentido externo y toda referencia a su constructibilidad en la intuición imaginativa. El objeto no es visto y definido por la inteligencia, sino con referencia a la inteligibilidad misma del ser, o, en otras palabras, de una manera puramente inteligible, puramente inmaterial. Esta inmaterialidad suprema en la manera de conocer, en la manera de tocar las cosas ( por contacto puro; Aristóteles nos dice que Dios toca las cosas sin ser tocado por ellas ), en el lumen o medium de conocimiento (medium illustratum per abstraccionem ab omni materia), esta luz objetiva completamente universal es lo que especifica más formalmente la metafísica. No hay luz objetiva más apropiada para el misterio inteligible, a no ser la luz divina misma, luz de la fe y de la teología, que sobrepasa infinitamente la de la metafísica; no hay luz objetiva más purificada de lo sensible, y que pida una intuición menos arraigada en lo afectivo y en lo moral, en lo psicológico, en lo sentido. No hay objeto más profundo para nuestra inteligencia que el ser en cuanto ser (fuera de la deidad misma, objeto de la fe y de la teología, como también de la visión eterna, objeto inaccesible a nuestras fuerzas), es un objeto transensible, más supraobservable y supra experimental que cualquier otro.
Existen pues instancias sucesivas que responden como a distintos planos de ruptura inteligible; es necesario pasar del uno al otro, hacer caer esto después de aquello; es preciso pasar por grados de visualización eidética cada vez más puros, en tanto que haya todavía en las cosas que ver y que no se podía ver aun, porque estaba enmascarado en la instancia en que se encontraba. Nos percatamos por esto de la miseria propia y de la grandeza de la inteligencia humana que no puede entrar sino progresivamente en el ser de las cosas, es decir, despojándolas de tal o cual determinación objetiva, de tal o cual capa de conocibilidad (sensible, después físico-inteligible, luego matemático-inteligible) que enmascara lo que aun queda por percibir.
Para un espíritu puro no habría cuestión de grados de abstracción o de visualización, puesto que abstraería de todo. Un espíritu puro vería todas las cosas partiendo de dentro y partiendo del ser mismo hasta las últimas determinaciones de la singularidad; a un acto de visión angélica corresponde un conocimiento a la vez e indivisiblemente metafísico, matemático, físico, y que aun va hasta el equivalente intelectivo de la percepción del sentido; todas estas cosas son en nosotros distintas, porque somos una inteligencia que saca de las cosas materiales, por medio de los sentidos, los objetos de que ha menester para saciar su sed. Rehusar la abstracción es rehusar la condición humana.

Ens absconditum
Podemos comprender concluyendo de lo expuesto, que la intuición más alta y valiosa para nuestra inteligencia, la del ser en cuanto ser, la que constituye la ciencia naturalmente suprema, o ciencia metafísica, supone el más alto grado de despojamiento abstractivo y de pureza intelectiva, y que ella concierne a lo más universal y común, a ese ser que el conocimiento común no capta en sí mismo y que no se manifiesta en sí mismo pero que es su instrumento más usual y como su materia más usual y como su materia más vulgar, su materia absolutamente vulgar, puesto que siempre la tiene entre manos.
Se impone aquí a nuestro espíritu un ejemplo del que ya hemos hablado en una lección pasada, el de las personas que viven familiarmente con nosotros, pero cuya singularidad profunda e íntima nunca hemos penetrado. Lo mismo sucede con el ser; debemos comprender la palabra abstracción sin separar nunca la abstracción de la intuición cuya condición es ella; precisamente por esto nos pareció desde el principio en muchos casos preferible el término visualización. Abstraer quiere decir sacar (trahere-ab), se trata de sacar algo , de extraer un mineral de la escoria que lo encubre; pero sucede con frecuencia que se insiste demasiado sobre el lado negativo comprendido por la palabra abstracción, sobre el despojamiento que importa, sin ver que el despojamiento interviene tan sólo como una condición.
Tómase entonces la palabra de una manera completamente material, y uno no puede comprender de qué manera ella puede calificar el grado más elevado del saber humano. Lo esencial en la operación abstractiva, en la visualización eidética, no es quitar la escoria, hacer caer el velo, sino es encontrar el mineral; no es, en la visualización metafísica, hacer caer las notas individuantes, luego las cualidades sensibles y luego la cantidad; no es el aspecto negativo lo que importa, sino lo condicionado por esto, la percepción positiva, la intuición del ser en cuanto ser.
¡Lejos de nosotros referirnos aquí a un “residuo” del lenguaje! Nos ocupamos de una substancia inteligible muy rica, la más viva, fresca y ardiente, la más eficaz de todas, la que es captada así por el espíritu, aunque al mismo tiempo y, en razón misma del despojamiento abstractivo exigido por la pureza de tal conocimiento, se puede hablar de un cierta pobreza de espíritu de la metafísica, precisamente porque esta intuición es alcanzada después de haber dejado caer un sinnúmero de adornos demasiado pesado y oropeles que enmascaraban lo real a la vista del metafísico; recordemos que la mejor manera de ocultar una cosa es hacerla común, ponerla en el número de las cosas más usuales; entonces comprendemos que el ser del metafísico, lo más alto y oculto en el orden natural, se oculta en el ser del sentido común; si se trata del ser del conocimiento común no existe nada más vulgar; si se trata del ser del metafísico no hay nada más común que él. Como los grandes pobres está escondido en la luz. Esto es, según creo, un carácter, una propiedad general de las cosas más excelsas. Pero, ¿queréis una anécdota que ilustre esta verdad? Recordad la historia de la carta robada que narra Edgard Poe. Sabéis que en la historia se trata de una valiosa carta robada por un ministro, quien pretende con ella comprometer a otro; el prefecto de policía intenta, por medio de una muy sabia pesquisa, descubrir la carta, pero no obtiene su cometido porque la carta había sido escondida en plena luz. “Si, dice Dupin, las medidas anotadas no eran solamente las mejores de la especie, sino que fueron llevadas a una absoluta perfección. Si la carta hubiese sido escondida en el radio de su investigación, estos hábiles pesquisas la habrían ciertamente encontrado; ello no ofrece para mí la menor sombra de duda.” De la misma manera se puede decir que, si el ser del metafísico estuviese en el radio de investigación de las ciencias particulares, los métodos de estas ciencias no dejarían de encontrarlo: mas él no está aquí; late oculto bajo las cosas más comunes.
Este mal ministro, para disimular la carta, la había arrimado simplemente al fondo de un tarjetero vulgar, como la cosa más trivial del mundo, y fue de esta manera como logró escapar a la muy sabia pesquisa; la carta había sido puesta en un lugar evidente. Hablando de este ministro, Edgard Poe explica: “Este hombre no era tan tonto como para no adivinar que el escondrijo más complicado, el más oculto de su habitación, era tan poco secreto como una antecámara o un armario, para los ojos, las sondas, las barrenas y los microscopios del oficial de policía. Veo en fin que si no hubiese procedido por instinto natural debía de haber recurrido a la simplicidad. Recordáis con que carcajadas acogió el prefecto la idea que yo expresaba en mi primera entrevista, a saber: que si el ministro lo dificultaba todo, era quizá por razón de su absoluta simplicidad.” Lo mismo podría decirse del misterio del ser metafísico: por razón de su simplicidad demasiado pura, porque es demasiado simple, casi sobrehumanamente simple, desconcierta a los filósofos que no han sido elevados al grado propio de abstracción o de visualización por él exigido.
Hay en la metafísica, en la ciencia humana más elevada, algo así como un carácter evangélico: lo más raro y divino está oculto bajo las más comunes apariencias; así de una manera general en la religión católica no hay ningún esoterismo, pero en ella se ocultan los misterios más raros bajo las enseñanzas más comunes, aun cuando se los grita desde los techos.
Pues bien; se puede decir que sucede lo mismo, guardadas las debidas proporciones, con la metafísica, porque en esta pequeña palabra “es”, la más vulgar de todas, empleada en todas partes y siempre, se encuentra ofrecido, pero oculto, hondamente oculto, el misterio del ser en cuanto ser; el metafísico lo hace salir del objeto más usual del conocimiento común; va a sacarlo de su irónica trivialidad, para verlo de frente.
El inconveniente contra el cual, no obstante, debemos estar precavidos es que, en las civilizaciones envejecidas, se hace difícil encontrar las percepciones antes del lenguaje. La trivialidad del lenguaje embota el poder perceptivo de la inteligencia y uno se esfuerza con todo derecho por encontrar una percepción más fresca, más pura, libre de la rutina y del mecanismo de los vocablos. Creo que esta es una de las razones de ciertas tentativas metafísicas contemporáneas: se va a buscar esta frescura y esta pureza intuitiva en contra del sentido del lenguaje y, por consiguiente, tan lejos del ser cuanto es posible, porque no hay palabra más común, más corriente que ésta, “ser”; en realidad sería menester buscarlo allí donde se oculta, quiero decir precisamente, en el ser más común, y que se encuentra traducido y expresado por la más trivial, la más común y usual de todas las palabras.

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