sábado, 12 de abril de 2008

EL VERDADERO OBJETO DEL METAFISICO

La intuición del ser en cuanto ser
(Cap. III de 7 lecciones sobre el ser) ( de J. Maritain)

1.- En la lección anterior habíamos comenzado a ocuparnos del objeto de la metafísica, es decir, del ser en cuanto ser, ens secundum quod est ens, y para discernir mejor este objeto en sus caracteres originales, nos pareció útil ahondar primeramente en cierto número de aspectos bajo los cuales el ser puede presentarse a nuestra inteligencia y que no constituyen el buscado; por eso señalamos de paso cuatro clases de “ser” que no son el objeto propio del metafísico.

Llegamos ahora a la consideración del ens in quantum ens, último término hacia el cual se encamina nuestra inteligencia en el sumo grado del saber natural y que cierra, por así decirlo, el círculo: ella ha comenzado, en efecto, en el ser, pero en el ser inmeditamente alcanzado por el entendimiento en el instante en que despierta al mundo de los sentidos; tal es el punto de partida; mas en el punto de llegada vuelve a encontrar al ser, pero al ser considerado en sí mismo, presentado en su luz propia y según su tipo inteligible propio.

Todo cuanto la última vez hemos dicho permite comprender qué desastre intelectual significaría confundir este “ser” objeto del metafísico con una u otra de las especies de “ser” que hemos señalado anteriormente. En tal caso nos veríamos obligados, sobre todo si nos detuviéramos en el ser objeto propio del lógico, o en el que hemos llamado seudo ser, y si nos imaginárarmos que a este ser el metafísico confiere un valor real, en tal caso nos veríamos obligados a considerar el ser como un residuo del lenguaje, lo cual sería para el filósofo “diluirse en sus pensamientos”.

El ser objeto del metafísico, el ser en cuanto ser, no es ni el ser particularizado de las ciencias de la naturaleza, ni el ser vago del sentido común, ni el ser desrealizado de la verdadera lógica, ni el seudo ser de la seudo lógica, sino el ser real en toda la pureza y amplitud de su inteligibilidad propia o de su misterio propio. Es el ser que palpita en las cosas, en todas las cosas: éstas transmiten su tenue murmullo a la inteligencia, pero no lo confían a todas las inteligencias, sino tan solo a aquellas que saben oír, porque aquí también es verdad el decir: “qui habet aures audiendi, audiat”, el que tiene oídos para oír, oiga (Mt. 11, 15).

El ser aparece entonces según sus caracteres propios, como transobjetividad consistente, autónoma, esencialmente variada, porque la intuición del ser es al mismo tiempo la intuición de su carácter trascendental y de su valor analógico. No basta encontrar la palabra “ser”, decir “ser”; es preciso tener la intuición, la percepción intelectual de la inagotable e incomprehensible realidad así manisfestada como objeto. Esta intuición es la que crea al metafísico.


2.- Hay, como bien lo sabéis, una virtud intelectual especial para cada ciencia; existe un hábito o una virtud intelectual del metafísico, y esta virtud, éste hábito corresponde al objeto de la intuición de la cual hablamos.

Tenemos que distinguir aquí dos “luces” (en lenguaje escolástico): una por parte del objeto, otra por parte del hábito o de la virtud intelectual.

El modo típico de aprehensión intelectual o de visualización eidética, el grado de inmaterialidad, de espiritualidad en la manera de captar el objeto y de acomodarse a él, requerido en sí por lo real transobjetivo, que se ofrece como objeto bajo tal o cual “exponente” inteligible, constituye lo que los antiguos llamaban la ratio formalis sub qua, la luz objetiva bajo la cual las cosas son, en tal o cual grado del saber, conocibles para la inteligencia; al mismo tiempo existe, proporcionada a esta luz objetiva, una luz subjetiva que afecta al dinamismo subjetivo de la inteligencia, por la cual la misma inteligencia es proporcionada, se hace más apta para este objeto, por eso los tomistas dicen que el hábito es una luz, lumen, no en el orden objetivo, sino en el orden efectivo, efective, por parte de la producción o de la efectuación del acto de conocer.

Se puede decir por lo tanto que es necesario el hábito metafísico para tener la intuición del ens in quantum ens, y que, por otra parte, es esta intuición la que engendra, la que causa el hábito metafísico. Hay aquí involución de causas, lo cual significa simplemente que el hábito metafísico, la virtud intelectual del metafísico nace al mismo tiempo que es descubierto su objeto propio y especificativo; sin embargo hay una prioridad de objeto, no en el orden del tiempo sino en el de las jerarquías del ser; hay una prioridad, en el orden de la naturaleza, de la intuición del ser en cuanto ser sobre el hábito interno del metafísico.

Esta percepción del ser es la que determina el primer instante en que nace el hábito; y en función de éste hábito, así descubierto, el ser objeto propio del metafísico es cada vez mejor percibido.


3.- Pero cerremos este paréntesis.
Estamos por consiguiente ante una verdadera intuición, ante una percepción directa, inmediata, no en el orden técnico que los antiguos daban a la palabra intuición, sino en el sentido que podemos tomar de los filósofos modernos.

Se trata de una visión muy simple, superior a todo discurso y a toda demostración, puesto que se encuentra en los orígenes de las demostraciones; se trata de una visión cuyas riquezas y virtualidades ninguna palabra proferida, ningún vocablo del lenguaje, puede agotar ni expresar adecuadamente y por la cual, en un momento de emoción decisiva y como de fuego espiritual, el alma se pone en contacto viviente, transverberante, iluminativo, con una realidad que palpa y de la cual se apodera. Pues bien, lo que nosotros afirmamos es que quien procura tal intuición es ante todo el ser.

Los caracteres de la intuición, tales como acabo de esbozarlos, parecerían convenir, a primera vista, a la intuición bergsoniana; ¡Sí, convienen! Pero con la salvedad de que ésta se presenta de naturaleza no intelectual. Ahora bien; decimos que el ser es por excelencia objeto de intuición, pero objeto de intuición intelectual. Estamos en realidad muy lejos del bergsonismo: el ser procura tal intuición a la inteligencia, no a esa especie de simpatía que exige una torsión de la voluntad sobre sí misma, de la que habla M.Bergson, y por medio de un concepto, de una idea.

El concepto, la noción de ser responde a esta intuición, aunque naturalmente no podamos desplegar en esta pobre palabra, ni en las sabias construcciones del arte del lenguaje, todas las riquezas contenidas en esta intuición; es menester toda la metafísica, no sólo la ya elaborada, sino también la que se ha de acometer y todo su acrecentamiento futuro, para saber la inefable sobreabundancia de riquezas virtuales de que rebosa el ser.
La inteligencia, profiriendo en su propio seno un verbo mental con lo real, alcanza inmediatamente el ser en cuanto ser, objeto del metafísico.

Puestos ante las cosas y de las diversas realidades conocidas por nuestros sentidos o por las diversas ciencias, tenemos, en un determinado momento, como la revelación de un misterio inteligible oculto en ellas; y con relativa frecuencia esta revelación, ésta especie de encuentro inteligible, exclusivamente reservada a los metafísicos, se produce también en los no metafísicos.

Existe en verdad cierta intuición súbita que un alma puede recibir de su propia existencia o del ser arraigado en todas las cosas por igual, aun en las más humildes; y puede acontecer que, en tal o cual alma, esta percepción intelectual se presente bajo las apariencias de una gracia mística.

Hemos citado en otra parte un testimonio recogido por nosotros mismos: “Me ha acontecido experimentar con frecuencia, se nos decía, por una intuición súbita, la realidad de mi ser, del principio profundo, primero, que me coloca fuera de la nada, intuición poderosa cuya violencia muchas veces me espantaba y que fue la primera en proporcionarme un conocimiento de un absoluto metafísico”.

Encontramos en la autobiografía de Jean Paul el relato de una intuición semejante: “Una mañana, siendo niño aun, estaba en la puerta de casa y miraba hacia la izquierda, hacia el depósito de la leña, cuando súbitamente me sobrevino, como un rayo venido del cielo, esta idea: yo soy un yo, que desde entonces no me abandonó jamás; mi yo se había visto a sí mismo por primera vez y para siempre.”

Hay por consiguiente cierta clase de intuiciones metafísicas que revelan a un alma con el carácter decisivo, imperioso, dominador de una “palabra sustancial” proferida por lo real, ese tesoro inteligible, esa transobjetividad que es o bien su propia consistencia, el “yo” en ella, el “yo” que ella es, o bien el ser, su propio ser o el ser discernido en las cosas. Es claro que la intuición de que hablamos no tiene siempre necesariamente la apariencia de una especie de gracia mística, pero es siempre como un don confiado al entendimiento; cierto es también que, bajo una u otra forma, todo metafísico la necesita.

Es menester darse cuenta por lo demás de que, si es necesaria a todo metafísico, no es sin embargo dada a cualquiera, ni a todos los que filosofan, ni aun a todos los filósofos que quisieran ser o creen ser metafísicos: Kant no la ha tenido nunca. Mas, ¿por qué?

Porque su captación es difícil, no difícil como una operación seria que se debería ejecutar, como el éxito de un concertista, porque no hay aquí nada más simple (justamente porque Kant la buscaba por un extremado refinamiento de la técnica intelectual, no la obtuvo jamás) y es tan verdadero que ella se produce en nosotros, mediante la actividad vital (digo vitalmente receptiva y contemplativa) de nuestra inteligencia, como decir que nosotros la llevamos a cabo; es difícil en el sentido de que es difícil de llegar al punto de purificación intelectual en que este acto se realiza en nosotros, en el cual estamos bastante dispuestos, bastante libres, para oír el quedo murmullo de todas las cosas y para escuchar, en lugar de tramar respuestas.

Es menester alcanzar cierto nivel de espiritualidad intelectual, para que entonces un choque de la inteligencia con lo real, o más bien (porque esta metáfora es demasiado tosca) un silencio activo y atentivo de la inteligencia haga, por así decirlo, surgir las cosas recibidas en nosotros por intermedio de los sentidos, y cuya species impressa está oculta en las profundidades del entendimiento, para que este reencuentro de la inteligencia y de lo real, esta feliz fortuna haga surgir de las cosas, en un verbo mental, otra vida, un contenido viviente; entonces nos sale al encuentro, como objeto de conocimiento, un mundo de presencia transobjetiva y de inteligibilidad que vive de una vida inmaterial, en la inflamada transparencia de la intelectualidad en acto.


Nota: "Esta intuición –la percepción intelectual del ser- es para nosotros un despertar de entre sueños y un paso dado bruscamente fuera del sueño y de sus ríos estrellados, pues el dormir es muy frecuente en el hombre. Este sale todas las mañanas de su sueño animal; de su sueño de hombre cuando la inteligencia se desliga de sus amarras ( y de su sueño de dios al contacto con Dios). En el nacimiento del metafísico como en el del poeta hay algo así como una gracia de orden natural".
El uno que arroja hacia las cosas su corazón como una flecha a un dardo encendido, ve por adivinación –en lo sensible mismo, imposibilitado de soportarlo- el resplandor de una luz espiritual en donde una mirada de Dios brille para él. El otro, apartándose de lo sensible, ve por ciencia en lo inteligible y desprendido de las cosas perecederas, esta luz espiritual misma captada en alguna idea. En la abstracción que es la muerte del uno, el otro respira: la imaginación, lo discontinuo, lo inverificable en lo cual el otro perece constituye la vida del uno. Aspirando ambos los rayos descendidos de la noche creadora, éste se nutre de una inteligencia ligada y tal multiforme como los reflejos de Dios sobre el mundo, aquél de una inteligibilidad desnuda y tan determinada como el ser propio de las cosas. Ellos juegan al sube y baja elevándose alternativamente hacia el cielo. Los espectadores se burlan del juego; ah, ¡están asidos a la tierra! (Les Degrés du savoir, I n. 2, pág. 5.)
NOTA: Inserto este texto de Breve Tratado acerca de la existencia y de lo existente (J. Maritain) a fin de aportar al descubrimiento del ser como ser, sujeto de la Metafísica, en el orden cognitivo.(NOTA: es mejor ver estos temas luego de los dos títulos siguientes del Indice)
El concepto de la existencia o del existir (esse)
Y el concepto del ser o de “lo que es” (ens)

…Las precedentes observaciones nos colocan frente a una paradoja que es preciso aclarar. Hemos dicho que lo inteligible que captamos en nuestras ideas es la esencia. Mas la existencia no es una esencia sino que se extiende a todo el orden de las esencias. ¿Cómo es posible entonces que sea objeto de la inteligencia, y su supremo objeto? ¿Cómo podemos hablar del concepto o de la idea de existencia? ¿O habrá que decir que la existencia no es captada por la inteligencia, ni puede serlo nunca, que se niega a toda conceptualización, que no es sino un límite o muro con que lo real se opone por todos lados a la caza filosófica de las esencias, un incognoscible sobre el que se construye la metafísica sin comprenderlo ni llegar a él?
Lo que dejamos dicho antes hace sospechar la respuesta: las esencias son el objeto de la primera operación de la inteligencia o de la simple aprehensión. El acto de existir es cosa propia del juicio. Ahora bien, la inteligencia se envuelve y se contiene a sí misma, y está toda en cada una de sus operaciones. Y en el primer destello de su actividad que emerge del mundo de los sentidos, en el primer acto por el que se afirma a sí misma expresándose a sí misma un dato cualquiera de la experiencia, esa facultad aprehende y juzga al mismo tiempo, y forma su primera idea (la idea del ser) realizando su primer juicio
(de existencia) y realiza su primer juicio formando su primera idea. Digo pues que la inteligencia se apodera así del tesoro que en propiedad pertenece al juicio, para envolverlo en la simple aprehensión; visualízalo en una idea primera y absolutamente original, en una idea privilegiada que no es el resultado del solo proceso de la simple aprehensión, sino del haber tomado posesión de aquello mismo (el acto mismo de existir) que la inteligencia afirma desde el momento que juzga; apodérase, para hacer de ella un objeto de pensamiento, de la eminente inteligibilidad o de la sobreinteligibilidad acerca de la cual forma el juicio, y que no es otra que la de la existencia.
De este arte, la existencia queda hecha objeto, mas, como lo indicaba antes, en un sentido superior y analógico, que resulta de la objetivación de un acto transobjetivo y que se refiere a sujetos transobjetivos que ejercen, o pueden ejercer, este acto; queda captado el concepto de algo que no es una esencia, sino un inteligible en un sentido analógico y superior; de un superinteligible, que entra a ser posesión del espíritu en la misma operación que realiza cada vez que juzga, y desde su primer juicio.
Mas este concepto, el concepto de la existencia o del existir (esse) no es ni puede ser separado o cortado del concepto absolutamente primero del ser (ens, lo que es, lo que existe, lo que tiene como acto el existir) precisamente porque la afirmación de existencia, o el juicio, que le da su contenido, es de sí la “composición” de un sujeto con la existencia, la afirmación de que una cosa existe (actualmente o posiblemente, simplemente o con tal o cual predicado). Es el concepto del ser (lo que existe o puede existir) lo que, en el orden de la percepción ideativa, corresponde adecuadamente a esta afirmación en el orden del juicio. El concepto de la existencia no puede ser visualizado completamente aparte, desligado, aislado, separado del concepto del ser; sino que en él y con él es primeramente concebido. Y aquí tocamos en el error original que se encuentra en la raíz de todas las filosofías existencialistas modernas.
Por ignorar o pasar por alto la advertencia de la vieja sabiduría escolástica: “La existencia no puede ser el objeto de una abstracción perfecta”, esas filosofías presuponen que la existencia puede ser aislada, que sólo la existencia es la tierra que nutre a la filosofía, y tratan de la existencia pasando por alto el tratar del ser (Nota: O lo que es lo mismo, pretenden como Heidegger, tratar del ser fenomenizándolo a partir de la existencia, o más bien desde el punto de actualidad existencial); y se llaman filosofías de la existencia en vez de llamarse filosofías del ser.
Esto equivale a decir que el concepto de existencia no puede ser separado del concepto de esencia. Inseparable de él, no forma con él sino un solo e idéntico concepto simple aunque intrínsecamente variado, un solo e idéntico concepto esencialmente análogo, el concepto del ser, que es el primero de todos, y del que todos los demás no son sino variantes y determinaciones, porque el ser se manifiesta y brota en el espíritu desde el primer despertar del pensamiento, desde la primera operación inteligible realizada en la experiencia de los sentidos trascendiendo los sentidos. Desde el instante que el dedo señala lo que ojo ve, desde el momento que el sentido percibe, en su manera ciega y sin verbo mental ni intelección, que esto existe, la inteligencia dice a la vez (en un juicio): este ser es o existe, y en un concepto): el ser (Nota: No hablo aquí naturalmente de operaciones verbalmente formuladas, ni siquiera explícitamente pensadas. Lo esencial es que estén ahí, implícitamente, in actu exercito. Hay lenguas primitivas que no poseen la palabra ser. Mas la idea ser está implícitamente presente al espíritu de los primitivos que hablan esas lenguas). Ha habido aquí, en ese momento, mutua involución de causas, prioridad mutua de este concepto y de este juicio, del uno sobre el otro, en un orden diferente. Para decir: “este ser es o existe”, preciso es tener la idea del ser. Para tener la idea del ser, preciso es haber afirmado y haber captado el acto de existir en un juicio. Generalmente hablando, la simple aprehensión precede al juicio; pero aquí, en el primer despertar del pensamiento, aquella depende de éste como éste depende de aquella. La idea del ser (“este ser”) precede al juicio de existencia en el orden de la causalidad material o subjetiva; y el juicio de existencia precede a la idea del ser en el orden de la causalidad formal. Cuanto uno más se detiene a meditar sobre este asunto, más claramente echa de ver que ésta es la manera como la inteligencia conceptualiza la existencia y que por ahí llega a formarse la idea del ser, -del ser vago del sentido común.
EL SER
LA CIENCIA REINA
De breve tratado acerca de la existencia y lo existente
J. Maritain

Y cuando, pasando a la ciencia-reina (La Metafísica), y a la intuición de la que acabo de hablar, la inteligencia extrae del conocimiento de lo sensible, donde está sumergido, al ser en sus propios valores, en su típica y primordial densidad inteligible, para hacer de él el objeto o más bien el sujeto de la metafísica; es también y ante todo el acto de existir, lo que la inteligencia extrae en esta misma luz (*), al conceptualizar la intuición metafísica del ser.
Y está entonces, según la doctrina clásica de los tomistas, en el tercer grado de abstracción.

Mas por ahí echamos bien de ver cuán falso sería poner los grados de abstracción en la misma línea, como si la matemática fuera más abstracta y más general que la física, y la metafísica más abstracta y general que la matemática. ¡No! Entre los grados de abstracción no hay sino relación analógica; cada uno de ellos responde a una manera típica e irreductiblemente distinta de considerar lo real y de apoderarse de él; a una “captación” sui generis en la lucha del entendimiento con las cosas. La abstracción propia de la metafísica no procede de una simple aprehensión o de una visualización eidética de un universal más universal que los otros; sino que procede de la visualización eidética de un trascendental que lo llena todo, y cuya inteligibilidad envuelve una irreductible proporcionalidad o analogía ( a es para con su existir como b es para el suyo), porque esto mismo es lo que descubre el juicio: la actuación de un ser por el acto de existir, comprendido como desbordando los límites y las condiciones de la existencia empírica, y por consiguiente en la ilimitada amplitud de su inteligibilidad.

Si la metafísica se encuentra en el más elevado grado de abstracción, es precisamente porque a diferencia de todas las otras ciencias, al tener por objeto el ser en cuanto ser, su objeto es el acto mismo de existir. El objeto de la metafísica es el ser, o aquello cuyo acto es existir, considerado en cuanto ser, es decir, en cuanto no está ligado a las condiciones materiales de la existencia empírica, en cuanto ejerce o puede ejercer sin la materia el acto de existir. En virtud del tipo de abstracción que la caracteriza, la metafísica considera realidades que existen o pueden existir sin la materia, y hace abstracción de las condiciones materiales de la existencia empírica, mas no hace abstracción de la existencia. La existencia es el término en virtud del cual la metafísica conoce todo lo que conoce, es decir la existencia real, sea actual o posible, la existencia no como un dato singular del sentido o de la conciencia , sino como captada en lo singular mediante la intuición abstractiva; la existencia no reducida a este punto de actualidad existencial actualmente experimentada, al que únicamente prestan atención los fenomenólogos existencialistas, sino liberada en la amplitud inteligible de que está dotada como acto de lo que es, y que da origen a las certidumbres necesarias y universales del saber propiamente dicho. Y su objeto mismo, la metafísica lo capta en las cosas: y ese objeto no es otro que el ser de las cosas sensibles y materiales, el ser del mundo de la experiencia que constituye su campo de investigación inmediatamente accesible; el que, antes de buscar su causa, ella discierne y escruta –no como sensible y material, sino como ser; antes de elevarse a las cosas espirituales, apodérase ella de la existencia empírica, de la existencia de las cosas materiales-, no como empírica y material, sino como existencia.

Como abarca un ser o entidad más universal que las otras ciencias, viene a ser así como una réplica, por llamarle de algún modo, accidental de la inmaterialidad de su objeto y de su visión. De suyo, y en razón de que contemplando todo aquello que, según sus razones propias está desligado de la materia, su mirada purificada pósase en las cosas sin ser en ellas detenida por sus características materiales, y se dirige a lo que hay de más profundo en las cosas concretas e individuales, a su ser considerado como ser, y al acto de existir que esas cosas ejercen o pueden ejercer. Si no toca a lo individual en sí, esto no es porque se niegue a hacerlo en razón de su propia estructura noética; no es falta suya, sino falta de la raíz de no-ser e ininteligibilidad que es o pone la materia en el individuo. La prueba de esto está en que cuando pasa del ser a la causa del ser, la suprema realidad que conoce, por supuesto que tras el velo de la analogía, es la realidad suprema individual, la realidad del Acto puro, del Ipsum esse subsistens. Ella es la única ciencia que puede desembocar así en El individual por excelencia. La más funesta herejía metafísica es el considerar al ser como el genus generalissimum, el hacer de él a la vez un equívoco y una pura esencia. El ser no es un universal; su infinita amplitud, su sobreuniversalidad, por decirlo así, es la de un objeto de pensamiento implícitamente múltiple que embebe analógicamente todas las cosas, y desciende en su irreductible diversidad a lo más íntimo de cada una; y es no solamente lo que ellas son, sino también su mismo acto de existir.

Existe un concepto de existencia. En este concepto la existencia es tomada ut significata, como significada al espíritu, y a la manera de una esencia, si bien no es una esencia. Mas el concepto de existencia no es el objeto de la metafisica; ninguna ciencia se detiene en los conceptos, sino que por ellos pasa a la realidad. Asimismo, no es el concepto de la existencia adonde se dirige la ciencia del ser, sino a la misma existencia. Y cuando trata de la existencia ( y trata de ella siempre, al menos en cierta manera), el concepto de que se vale no le presenta una esencia, sino, en expresión de Étienne Gilson, aquello que tiene por esencia el no ser una esencia: el acto de existir. Entre tal concepto y los que emplean las otras ciencias, existe analogía y no univocidad.

Éstas emplean sus conceptos para conocer las realidades significadas por esos conceptos, y esas realidades son esencias. La metafísica emplea el concepto de la existencia para conocer una realidad que no es una esencia, sino el acto mismo de existir.
He dicho antes que no es posible separar el concepto de la existencia del de la esencia. La existencia es siempre la existencia de alguna cosa, de una capacidad de existir.

La noción misma de esencia significa una relación al esse; por esta razón podemos muy bien decir que la existencia es la fuente primera de la inteligibilidad. Pero como no es una esencia o un inteligible, preciso es que esta fuente primera de inteligibilidad sea un superinteligible. Cuando decimos que el ser es lo que existe o puede existir, lo que ejerce o puede ejercer la existencia, en estas palabras se encierra un gran misterio: en el sujeto lo que tenemos –en cuanto es esto o aquello, en cuanto posee una naturaleza-, una esencia o un inteligible; en el verbo existe tenemos el acto de existir o un superinteligible.

Decir lo que existe, equivale a juntar un inteligible a un superinteligible; equivale a tener delante de los ojos un inteligible investido y perfeccionado por una superinteligibilidad. ¿es pues de extrañar que en lo más alto de los seres, allá donde todo va relacionado y dirigido al acto puro trascendental, la inteligibilidad de la esencia se confunda en una identidad absoluta con la superinteligibilidad de la existencia, ya que ambas sobrepasan infinitamente el contenido que aquí abajo expresan sus conceptos respectivos, en la incomprensible unidad de Aquel que es?

(* ADJUNTO A ESTE TEMA VA LA SIGUIENTE NOTA DEL MISMO AUTOR)

En el instante que el sentido se apodera de un sensible existente, el concepto del ser y el juicio “este ser existe” que mutuamente se condicionan, surgen a la vez en la inteligencia. En éste que es el primero de nuestros conceptos, la inteligencia metafísica percibe el ser en toda su amplitud analógica y en su libertad frente a las condiciones empíricas. Y partiendo de esta noción, cuya fecundidad es inagotable, la metafísica formula las primeras divisiones del ser y los primeros principios. El principio de identidad tiene un significado no solamente esencial o copulativo (“todo ser es lo que es”), sino también y sobre todo existencial (“lo que existe, existe”).Cf. Siete lecciones sobre el ser, pag. 105. Cuando por la “reflexión”, provocada por el juicio, el sujeto se comprende a sí mismo como existente, y por oposición comprende al mismo tiempo como extramental la existencia de las cosas, no hace otra cosa que explicitar reflexivamente lo que conocía ya. La existencia extramental de las cosas le era dada, la comprendía, desde el primer momento en la intuición y en el concepto del ser ( y esto según la analogicidad misma de este concepto, de tal suerte que el ser es comprendido como existiendo actual o posiblemente, contingentemente o necesariamente; y en tal forma que en el analogado del ser más inmediatamente comprendido –el existente sensible y, en general, las cosas -, esta existencia extramental aparece como contingente y como no formando parte de la noción de las cosas).


En otros términos, se deben distinguir las siguientes etapas:

“Juicio” (impropiamente dicho) del sentido externo y de la cogitativa, tal como se encuentra en el animal y refiriéndose a un existente sensible presentado a la percepción.
Y en esto consiste, en la esfera del sentido, con su tesoro de inteligibilidad en potencia, en ninguna forma en acto, el equivalente “ciego” de lo que expresamos cuando decimos: “Esto existe”.

formación –en un mismo instante de despertar de la inteligencia, y en una mutua involución-, de una idea ( “este ser”, simplemente “esta cosa”, en que la idea del ser está implícitamente presente), y de un juicio que reúne el objeto de pensamiento en cuestión con el acto de existir ( entiéndase bien: no con la noción de existencia, sino con el acto de existir ): “esta cosa existe” o “este ser existe”.

Al formar este juicio, la inteligencia, por una parte, conoce el sujeto como singular ( indirectamente y por “reflexión sobre los fantasmas” ), y por otro lado afirma que este sujeto singular ejerce el acto de existir ( dicho de otro modo, ella ejerce sobre la noción de este sujeto un acto mediante el cual ve intencionalmente la existencia de la cosa ). Esta afirmación encierra el mismo contenido –aunque aquí revelado, trasportado a la inteligibilidad en acto-, que el “juicio” del sentido externo y de la cogitativa. Y no lo profiere el entendimiento por reflexión sobre los fantasmas, sino por y en este “juicio” mismo y esta intuición del sentido, en el que se comprende al inmaterializarlo para expresárselo a sí mismo. Toca así al actus essendi (al juzgar) –así como toca a la esencia (al concebir)- por intermedio de la percepción sensorial.

Formación de la idea de existencia. De ahí que juntamente con el primer juicio de existencia, la idea del ser ha surgido así: “lo que existe o puede existir”; la inteligencia se apodera, para hacer de él un objeto de pensamiento, del acto de existir afirmado en el primer juicio de existencia, y se forma un concepto o una noción de la existencia (existentia ut significata).

Intuición de los primeros principios, sobre todo del principio de identidad ( “lo que existe, existe”, “todo ser es lo que es” ).

Sólo después de esto, por una reflexión explícita sobre su acto, la inteligencia comienza a tener explícitamente conciencia de la existencia del sujeto pensante; y ya no sólo vive el cogito, sino que lo expresa. Y por oposición

Conoce explícitamente, como extramentales, el ser y la existencia que ya le habían sido dados de hecho, en su realidad extramental, en las etapas 2,3 y 4. Este análisis concuerda con el del P.Garrigou-Lagrange (De intellligentia naturali et de primo objiecto ab ipsa cognito,…), por cuanto ambos ponen la intuición del principio de identidad antes de la toma de conciencia de la existencia del sujeto pensante, Y difiere en que coloca el primer juicio de existencia (el que condiciona la formación de la idea del ser y es condicionado por ella) antes de la toma de conciencia de la existencia del sujeto pensante, y aun antes de la intuición del principio de identidad. La doctrina expuesta por Santo Tomás en el comentario a De Trinitate, de Boecio (in Trin. etc) confirma la tesis de que el concepto metafísico del ser, así como el concepto de sentido común que la inteligencia se forma en su primer despertar, es una visualización eidética del ser aprehendido en el juicio, en la secunda operatio intellectus, quae respicit ipsum esse rei. Demuestra, en efecto, que lo propio del concepto metafísico del ser es el ser resultado de una abstracción (o separación de la materia) que tiene lugar secundum hanc secundam operationem intellectus. ( “Hac operatione intellectus vere abstraere non potest, nisi ea quae sunt secundum rem separata” ) Si puede ser separado de la materia según la operación del juicio (negativo), es porque se refiere en su contenido al acto de existir significado por el juicio (positivo) y que desborda la línea de las esencias materiales, objeto connatural de la simple aprehensión.

En este artículo de De Trinitate, Santo Tomás reserva el nombre de abstractio estrictamente dicha a la operación por la que el entendimiento considera y comprende aparte un objeto de pensamiento que en la realidad no puede existir sin las otras cosas que el entendimiento deja fuera de su consideración. ( Entonces “ea quórum unum sine alio intelligitur sunt simul secundum rem” )

Cuando después distingue de la abstractio “común a todas las ciencias” ( primer grado de abstracción intensiva ) y de la abstractio formae a materia sensibili, que es propia de las matemáticas (segundo grado de abstracción intensiva), la separatio propia de la metafísica, y en la que, por realizarse secundum illam operationem quae componit et dividit, el entendimiento divide una cosa de otra per hoc quod intelligit unm alii non inesse, quiere decir (como lo enseña a cada paso, por ejemplo en su comentario a la metafísica) que las cosas que son objeto de la metafísica existen o pueden existir sin la materia, están o pueden estar separadas de cualquier condición material en la existencia misma que ejercen fuera del espíritu (separatio secundum ipsum esse rei). Y el entendimiento abstrae el ser de toda materia y se forma el concepto metafísico del ser en cuanto ser, valiéndose de un juicio que declara que el ser no se halla necesariamente unido a la materia ni a ninguna de sus condiciones. Si Santo Tomás insiste de este modo acerca de la distinción entre la separatio propia de la metafísica y la simple abstractio propia de las otras ciencias, es porque quiere demostrar contra los platónicos, que los trascendentales pueden existir separados de la materia, pero que, en cambio, los universales y las entidades matemáticas no lo pueden hacer. “et quia quidam non intellexerunt differentiam duorum ultimorum (abstracción común y abstracción matemática) a primo ( separación metafísica ), inciderunt in errores, ut ponerent matemática et universalia a sensibilibus separata, ut Phytagorici et Platonici.”.

Ninguna otra cosa hay que buscar en estos textos, y en forma alguna significan que la separatio en cuestión debería substituirse a la “abstracción llamada analógica” (tercer grado de abstracción intensiva). El hecho de que Santo Tomás emple aquí la palabra separatio más bien que la palabra abstractio ( que reserva para los casos en que el objeto considerado aparte no puede existir aparte) no impide en forma alguna que esta separatio, ya que concluye en una idea y en una idea cuyo significado es el más alejado de la materia, sea una abstracción en sentido general, o más bien proporcional de la palabra (pero que no se produce en la línea de la simple aprehensión de las esencias). Esta “separación” es la abstracción analógica del ser.

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