sábado, 17 de mayo de 2008

EL CONOCIMIENTO METAFISICO

A. Raïssa Maritain
Los grados del saber (J. Maritain)
Intelección dianoética e intelección perinoética

1.- Hemos tratado con cierta amplitud el problema de la filosofía de la naturaleza en sus relaciones con las ciencias porque la restauración de la filosofía de la naturaleza nos parece responder a un anhelo recóndito del espíritu contemporáneo y porque creemos que el realismo crítico de Santo Tomás es el único sistema capaz de asegurar el cumplimiento de tal anhelo, sin perjuicio de las ciencias experimentales ni de sus métodos, antes, por el contrario, con mucho provecho para las mismas. La teoría del conocimiento intelectual esbozada en el capítulo III nos ha permitido comprender cómo, según los principios de Tomás Aquino, podemos tener acerca de una misma realidad, que es el mundo de la naturaleza sensible y del movimiento, dos conocimientos complementarios: ciencias de la naturaleza y filosofía de la naturaleza.

Nos permite también comprender cómo sobre la filosofía de la naturaleza puede y debe elevarse el conocimiento metafísico. Según la terminología que hemos creído oportuno adoptar, el sujeto cisobjeticvo, capta, para convertirse en ellas intencionalmente, las cosas mismas o sujetos transobjetivos colocados en la existencia extramental, dándoles el carácter de objetos suyos, o situándolos para su uso –por medio del concepto o forma presentativa proferida- en la existencia de “conocido”, in esse objetivo seu cognito. Dicho sujeto cisobjetivo es a la vez espiritual y corporal: tiene sentidos y un entendimiento. Hemos llamado inteligible transobjetivo al conjunto infinito (transfinito) de sujetos que el entendimiento puede someter a sus aprehensiones inteligibles o que pueden ofrecérsele como objetos: entendemos por esto con toda precisión que los sujetos cuya esencia o. primer constitutivo inteligible puede de sí (aunque sólo en sus notas más universales), llegar a ser, en un concepto, objeto de dicha facultad; o bien por definición, aquellos sujetos que para la mente humana son en cierto grado cognoscibles “en sí mismos·” o por intelección dianoética. ( Nota: Entendemos con estas palabras (por oposición al conocimiento “ananoético” o por analogía por una parte, y por otra el conocimiento “perinoético” o por signos –suplencias), el modo de intelección en el cual el constitutivo de la cosa es objetivado en sí mismo (si no por sí mismo, por los menos por un signo que lo manifiesta, por una propiedad en el sentido estricto del término). No hemos elegido el vocablo “dianoético” para evocar la iaodivá (facultad de razonamiento), sino para asignar una intelección que, a través de lo sensible, capta la naturaleza o la esencia en sí misma). Son las cosas corporales que, pudiendo caer bajo la acción de los sentidos, pueden ser iluminadas también por la luz del entendimiento agente, y ofrecer así su esencia a las aprehensiones de la abstracción, al menos en cuanto aparece en su inteligibilidad cierta determinación del ser.

Es conveniente que a una inteligencia que se vale del sentido correspondan, como objeto naturalmente proporcionado, esencias sumergidas en lo sensible. Por esto decían los escolásticos que las esencias de las cosas corporales son el objeto connatural de nuestro poder de intelección. Nuestra inteligencia, sumergida en el océano de lo inteligible transobjetivo, ilumina las cosas materiales para descubrir su estructura escondida y poner en acto, en cuanto sea posible, la inteligibilidad que ellas abrigan en potencia; y por el raciocinio se transporta sin descanso hacia nuevas actuaciones de inteligibilidad.

La intelección dianoética, por lo mismo que emerge del conocimiento del sentido, nunca llega a conocer las esencias de las cosas corporales “por sí mismas” e inmediatamente; no es una visión de las esencias, un conocimiento que comienza desde el primer acto por lo íntimo, por el corazón mismo del ser, como el conocimiento no discursivo de los ángeles o el conocimiento perfectamente inmutable de Dios (o como el conocimiento que Descartes creía recibir de las ideas claras y distintas del pensamiento y de la extensión); no es conocimiento “central”, sino “radial”, va de fuera hacia dentro y no llega al centro, sino después de haber partido de la circunferencia: llega a captar la esencia, pero, como dice Santo Tomás, por medio de signos que la manifiestan y que son las propiedades. La caza de las definiciones se efectúa a través de la espesura de la experiencia. En efecto: llegamos a discernir, y podemos sintetizar en una definición la naturaleza de tal o cual ser después de haber experimentado en nosotros qué es la razón y reconocido en la posesión de esta facultad la propiedad principalissime del ser humano; pero por otra parte jamás podemos terminar de descubrir y devanar las virtualidades envueltas en esta definición.

2.- Convendría además distinguir dos modos de intelección dianoética según verse ésta sobre las naturalezas sustanciales y las realidades que son el objeto de la filosofía, o sobre las entidades matemáticas (las cuales, consideradas ontológicamente, y en cuanto son entia realia -“entes reales”-, son accidentes). En el primer caso, como acabamos de recordarlo, la esencia es conocida por los accidentes; en el segundo es conocidas como a pie llano, por su constitución inteligible misma, al menos en cuanto ésta es manifestada por medio de signos constructibles en cierta manera en la intuición imaginativa. Surge aquí, con todas sus dificultades, el problema de la intelección matemática. Las esencias matemáticas no son percibidas intuitivamente por dentro, lo cual sería propio de una matemática angélica y no humana; tampoco lo son por fuera, por lo que serían accidentes emanados de ellas, como la operación emana de la potencia activa y de la sustancia; tampoco son creadas por el espíritu humano del cual representarían solamente la naturaleza y las leyes. Diremos que ellas son conocidas y como descifradas como por vía de construcción a partir de elementos primeros abstractivamente desprendidos de la experiencia; esta construcción del inteligible que requiere o presupone a su vez una construcción, bajo una razón cualquiera, en la intuición imaginativa, es una reconstrucción respecto a las entidades matemáticas, que son esencias propiamente dichas (seres reales posibles), y una construcción respecto a las que son seres de razón fundados sobre dichas esencias. Así el espíritu se encuentra ante un mundo objetivo que tiene su consistencia propia, independiente de él, fundada en definitiva sobre la Intelección y la Esencia divina mismas, y que sin embargo él descifra deductivamente y como a priori. Tal intelección es aun “dianoética” (y no comprensiva o exhaustiva) en el sentido de que la esencia no es captada intuitivamente por sí misma (mediante una intuición no abstractiva que en un solo instante la agotaría), sino más bien constructivamente por sí misma (gracias a una construcción de nociones por otra parte ostensibles, al menos directamente, a la imaginación, que es todavía como una “corteza” mediante la cual es ella captada). Por muy lleno de misterios y de sorpresas para el espíritu que permanezca, en consecuencia, el mundo matemático, resulta, sin embargo, que mediante las reservas que acabamos de indicar, las entidades son concebidas (constructivamente) por sí mismas o por su propìo constitutivo inteligible. Por aquí se ve cómo el tomar la inteligencia matemática por tipo y regla de toda inteligencia, es caer inevitablemente, es desembocar en una concepción spinozista de la sustancia, que se considerará entonces como conocida o manifestada por su esencia misma (no por sus accidentes), o “concebida por sí”.

En lo concerniente a las esencias sustanciales, J. de Tonquédec tiene en verdad razón al observar contra Rousselot que “cuando se trata de pensar la sustancia”, aunque sea de la manera más imperfecta, jamás “se detiene uno en solo los accidentes”; eso sería contradictorio; las cosas se miran siempre más allá de ellos. Pero por otra parte, nunca hay un momento en el que el espíritu, habiendo dejado atrás los accidentes. “pase más allá” y “descubra” la sustancia desnuda. El encuentra el modo de ver más allá permaneciendo apegado al accidente. El espíritu salva siempre la valla de los accidentes, pero apoyándose en ellos. En cambio sería caer en un exceso contrario inferir de esto que nosotros “no captamos” las naturalezas sustanciales. Por el contrario, en virtud de que esta misma doctrina, es necesario decir que por la intelección dianoética –cuando es posible y en la medida en que lo es- nosotros aprehendemos las naturalezas sustanciales “en función y a través de sus propias manifestaciones, que son los accidentes”; ¿Cómo no serían “captadas, si son “manifestadas”? ¿cómo no serían “vistas”, puesto que el espíritu, “al permanecer unido al accidente”, encuentra el medio de ver más allá? Por las propiedades esas naturalezas son entonces alcanzadas en sí mismas, es decir,, en su constitutivo formal, en su constitución inteligible misma; y, de un modo parecido, las formas accidentales son también conocidas en sí mismas, por sus efectos propios.

3.- Por muy trabajoso que sea este conocimiento de las cosas, no por su esencia, sino en su esencia, esta intelección dianoética no se nos concede siempre, y se detiene normalmente, salvo en el mundo de las cosas humanas, en notas más universales que las notas específicas. En el universo de lo real sensible, lo hemos visto ya, nos es necesario contentarnos, por debajo del nivel de la filosofía de la naturaleza, con un conocimiento por signos –no ya por signos que manifiestan las diferencias esenciales, sino por signos que las reemplazan y son conocidos en lugar de ellas. Este conocimiento lleva sin duda a la esencia y la estrecha desde fuera, pero como a ciegas, sin poder discernir ni la esencia misma, ni las propiedades en el sentido ontológico del vocablo: conocimiento periférico o “circunferencial”, que se podría denominar perinoético, y del cual es un ejemplo lo que nosotros hemos llamado el análisis empiriométrico, y el análisis empirio-esquemático de las realidades observables. Minerales, vegetales o animales y la inmensa variedad de las naturalezas corporales inferiores a la naturaleza humana se niegan a mostrarnos al descubierto sus últimas determinaciones específicas.

Digresión escolástica
4.- Así se impone al espíritu una distinción capital entre el conocimiento de las esencias (sustanciales) por “signos” o accidentes (propiedades que las manifiestan, al menos en sus notas más universales (intelección dianoética), y su conocimiento por aquellos “signos” de los que hablaremos más adelante (y cada vez que, para abreviar, se dice “conocimiento por signos”) y que son conocidos en lugar de las naturalezas mismas, inaccesibles en tal caso en su constitutivo formal (intelección perinoética).
Hay aquí, en verdad, un problema importante, a cuya solución sería de desear se consagrasen nuevos estudios que, después de recoger cuantos dijeron los antiguos acerca de la jerarquía de las formas accidentales, dilucidaran metafísicamente la distinción (que no podría permanecer en estos términos metafóricos) entre accidentes más o menos “profundos” o “íntimos” y accidentes “exteriores” o “superficiales”.

Es claro que en un caso nos encontramos en presencia de caracteres fecundos para la explicación (de rationale se puede deducir docibile, risibile, etc.): en el otro, en cambio, con caracteres estériles que no pueden servir para dar razón de otra cosa; pero esto no es sino un signo de la diferencia buscada. La teoría del accidente propio y del accidente común constituye, según nuestra manera de ver, el nudo de la dificultad. Cuando el espíritu percibe una propiedad en el sentido estricto y filosófico (ontológico) de este vocablo, percibe una diferencia del ser, capta una forma accidental en su inteligibilidad y, por ella, la esencia (así captamos la naturaleza humana por la racionalidad; la naturaleza animal por la sensitividad): es lo que acaece en la intelección dianoética. Pero en otros casos las propiedades en el sentido estricto de la palabra permanecen inaccesibles, pues en su lugar se perciben, exclusivamente en cuanto observables o mensurables, verdaderos haces de accidentes sensibles (accidentes comunes, como por ejemplo las “propiedades” signaléticos: densidad, peso atómico, temperatura de fusión, de vaporización, espectro de alta frecuencia etc., que sirven para distinguir los cuerpos en química). Estos caracteres signaléticos reciben el nombre de “propiedades”, pero el alcance del nombre es aquí muy distinto y tan poco filosófico (ontológico) como el del vocablo “sustancia” en el léxico del químico. Ellos son a la vez los signos exteriores y las máscaras de las verdaderas propiedades (ontológicas); son propiedades empiriológicas, sustitutos de las propiedades propiamente dichas. El espíritu no ha podido descifrar lo inteligible en lo sensible, y se vale de esto mismo para circunscribir un núcleo inteligible que se substrae a sus alcances. Entonces es cuando decimos que la forma está demasiado profundamente soterrada en la materia para que pueda llegar hasta ella la luz de nuestra inteligencia. Mediante tales propiedades es imposible lograr la posesión, en cualquier grado que sea, de la naturaleza sustancial en sí misma o en su constitutivo formal: ella es conocida no por signos que la manifiestan sino por signos que la tienen oculta. Es lo que acaece en la intelección perinoética.

5.- Podría decirse, en definitiva, que todo signo (instrumental) manifiesta ocultando y oculta manifestando. En el caso de la intelección dianoética se trata más de signos que manifiestan, que de signos que ocultan; y en el de la intelección perinoética, en cambio, abundan más los signos que ocultan que los que manifiestan. Para fijar nuestro vocabulario, decimos que en la intelección dianoética las naturalezas sustanciales se conocen hasta cierto grado en sí mismas, por signos que son accidentes propios, propiedades en el sentido filosófico del vocablo (estas propiedades, a su vez, llegan a conocerse por otros accidentes que son las operaciones). En la intelección perinoética las sustancias y sus propiedades son conocidas por signos y en signos.

En virtud de una extensión autorizada por la indigencia del lenguaje humano, y una vez alejado todo peligro de falsa interpretación cartesiana o spinozista, pensamos que es lícito decir que en la intelección dianoética las esencias sustanciales son en cierto grado “descubiertas al espíritu, no ciertamente “en su desnudez” ni por dentro (ese era el error del intelectualismo absoluto de Descartes) sino por su exterior (los accidentes, por su parte, tampoco son conocidos en su intimidad, lo cual sería conocerlos como derivación de la sustancia, sino por las operaciones), Al afirmar que en la intelección dianoética las esencias son captadas “al descubierto”, no queremos de ninguna manera decir que son captadas “al desnudo” o por atributos que serían los constitutivos mismos de la sustancia, sino que son manifestados por sus accidentes propios. No desconocemos la imperfección de este (y de todo) vocabulario, pero estamos seguros de que las distinciones por él expresadas están fundadas en razones consistentes y son absolutamente necesarias en fuerza del desarrollo moderno de las ciencias experimentales, cuyo modo de concebir difiere esencialmente del modo de concebir filosófico.

La inteligencia humana y las naturalezas corporales
6.- ¿No es un escándalo que, teniendo nuestra naturaleza por objeto connatural las esencias de las cosas corporales, tropiece ante ella con tan serios impedimentos que deba contentarse, en un vasto sector de su conocimiento de la naturaleza, con la imperfecta intelección que nosotros llamamos perinoética”?
Si se reflexiona sobre esta paradoja, se llega a comprender inmediatamente que, para una inteligencia humana tomada en el estado de naturaleza, o mejor, de cultura primitiva, la ordenación natural de que hablamos se verifica en un plano muy diferente al del pensamiento didáctico, al cual el filósofo, en virtud de una especie de hábito profesional, se siente impulsado a trasladarse.

La actuación de los hombres primitivos respecto al río, al bosque, a los animales salvajes o a los destinados a la caza, su conocimiento diferencial extraordinariamente desarrollado de los caracteres de lo concreto, encierra un discernimiento intelectual totalmente práctico y encubierto en el ejercicio del sentido, pero muy preciso y exacto, de “lo que son” los seres de la naturaleza con los se relacionan. He aquí una humilde manera, enteramente precientífica, pero que, por más atenuada que se halle en la vida civilizada, sigue siendo siempre la primera y fundamental; con ella la inteligencia humana tiende primitivamente hacia la naturaleza de las cosas corporales. Hallamos un equivalente significativo en el conocimiento que el agricultor posee de las modalidades habituales de la tierra y el obrero experto, de las de su arte o de su máquina. Utilizando una distinción capital de Cayetano, decimos que en general una cosa es conocer una “quididad” y otra conocerla “quiditativamente”. Los tomistas enseñan que la inteligencia humana tiene por objeto connatural la esencia o la quididad de las cosas corporales; pero jamás han enseñado que ella deba conocer siempre ese objeto “quiditativamente”. Esto último es perfección del saber que puede no realizarse y que de hecho no se realiza sino dentro de ciertos límites bastante reducidos. El más humilde conocimiento humano, el conocimiento enteramente común o patrimonial encerrado en el lenguaje y en las definiciones nominales, contiene las quididades, pero de la manera más imperfecta y menos quiditativa, como un fardo de paja contiene una aguja.

La inteligencia humana cultivada y formada por las virtudes intelectuales, en virtud de la tendencia misma de su naturaleza, como principio radical, y de los hábitos que la perfeccionan, como principio próximo, se dirige a las esencias corporales para conocerlas científicamente, desarrollando de manera progresiva las posibilidades de la intelección dianoética. Pero, si para el detalle específico del mundo infrahumano, debe replegarse sobre los sustitutos empiriológicos mencionados, es porque, en verdad, su objeto más exactamente proporcionado en el orden de lo real sensible es el hombre mismo y el mundo propio que él representa. El espíritu va hacia el espíritu: el espíritu puro; el espíritu encerrado en el sentido, al espíritu forma de un cuerpo. Comprendamos que nuestra inteligencia orientada por la naturaleza, por el hecho de la unión con el cuerpo, hacia la periferia y hacia las naturalezas terrenas, debe cumplir el gran derrotero del conocimiento del mundo, conocimiento exuberante, vigoroso, admirable –engañoso en definitiva, ya se trate del conocimiento filosófico o del experimental-, para llegar al hombre y al alma; entonces, por un doble movimiento, penetrará en lo profundo para darse cuenta de las cosas del alma y para conocer las obras del hombre, por la filosofía reflexiva y por la filosofía práctica, ética, cultural, estética; y de ahí se elevará hacia las alturas para descubrir las cosas de Dios, para pasar a la metafísica. Tal es su trayectoria natural, en razón de la cual la figura de Sócrates queda siempre erigida en la encrucijada de nuestros senderos.

7.- Mas volvamos a la naturaleza de las cosas corporales. El universo de lo real sensible, lo sabemos ya, no es, con su doble valencia ontológica y empiriológica, sino el primer grado, o el área de abstracción menos perfecta, del conocimiento que adquirimos de estas naturaleza. Un segundo plano de inteligibilidad es el de lo preterreal matemático, ahí el espíritu se explaya en un mundo de entidades captadas primero en los cuerpos de la naturaleza, pero inmediatamente depuradas y reconstruídas, y sobre las cuales se edificarán sin fin otras entidades indiferentemente reales o “de razón”; este mundo nos desliga de lo real sensible, pero porque nosotros sacrificamos aquí el orden a la existencia. Por eso las filosofías a las cuales no se entra sino por la geometría culminan en el idealismo.





Mas hay un tercer plano de inteligibilidad que nos hace pasar más allá del mundo sensible sin renunciar al orden de la existencia y que nos introduce así en lo que es más real que lo real sensible, o en lo que funda la realidad misma de éste. Es, a continuación inmediata del plano de lo real sensible, el de lo transensible o de lo metafísico.







El Inteligible Metafísico

Cuando las cosas llegan a ser objeto de nuestro conocimiento no nos entregan su naturaleza determinada, específica o genérica, ya en sí misma, ya en un sucedaneo emperiológico. Antes de saber que Pedro es un hombre, ya lo he percibido como alguna cosa, como un ser. Y este objeto inteligible “ser” no es privilegio de una de esas clases de cosas que el lógico llama especie, género o categoría. Es universalmente comunicable; doy con él en todas partes: en todas partes el mismo y en todas distinto; no puedo pensar nada sin tenerlo presente ante mi espíritu, pues el impregna todas las cosas.

A esto los escolásticos llamaban un objeto de pensamiento trascendental. Santo Tomás ha descrito brevemente en el primer artículo del tratado de De Veritate el doble movimiento de reabsorción y de transgresión propia del ser como objeto de concepto, que se opone tanto a un monismo puro, como el de Hegel, cuanto a un puro pluralismo, como el de Descartes: porque el ser es un objeto de concepto primordial y común (difiere en esto de las naturalezas simples cartesianas) que (a diferencia de la idea hipostasiada de Hegel) es en sí mismo y desde el principio esencialmente diverso en los diversos sujetos en los que el espíritu lo encuentra. Lo primero que se conoce y en aquello en lo que se resuelve para el entendimiento todo objeto de pensamiento, es el ser.

Pero nada puede agregársele extrínsecamente para diferenciarlo; todo lo que lo diferencia mana de su propio seno, como uno de sus modos, presentado al espíritu como otro concepto: unas veces un modo especial de ser opuesto a otro modo de ser; un modo de ser que un sujeto tiene y otro no, y por donde se manifiesta la infinita multiplicidad de las esencias que dividen al ser (así, en el movimiento de nuestro pensamiento, el objeto de concepto “ser” absorbe en sí los géneros y las especies ); otras veces un modo coextensivo al ser, que posee todo sujeto que tiene el ser, y que constituye, por consiguiente , un objeto de pensamiento trascendental como él; y así tenemos las funciones del ser como tal, passiones entis, [ “las pasiones del ser” ], (así el ser se desborda a sí mismo en los trascendentales). Entre estos trascendentales se destaca una verdadera trinidad: el ser en sí mismo; luego con relación al espíritu, el cual es el único que puede enfrentar al ser con la misma amplitud: lo verdadero (ontológico), es decir, el ser como expresión de un pensamiento del cual dimana, y como inteligible en sí mismo precisamente en cuanto es; y el bien (metafísico), es decir, el ser como término en el cual puede complacerse el amor, y como apto para encender el deseo por lo mismo que es.

De donde vemos a la vez el valor y la imperfección de nuestro conocimiento y ante todo de la idea misma de ser, en relación a lo que es: la primera “formalidad” inteligible por donde lo que es se convierte para nosotros en objeto, y que es percibida en el concepto del ser, impregna todo lo real, es capaz de todo lo que es. Y sin embargo se la percibe en el concepto del ser como distinto ya ( con una distinción de razón) de las formalidades transcendentales ( afectadas por las ideas de unidad, verdad, bien, etc.) que se identifican en ellas con lo que es. Aristóteles comparaba las esencias específicas a los números enteros; así como al agregarse una unidad queda constituído otro número, toda diferencia específica constituye una nueva esencia. Podríamos comparar los trascendentales a conjuntos transfinitos de idéntica potencia. El conjunto transfinito de números pares tiene idéntica potencia que el conjunto transfinito de números enteros; el ser, o lo verdadero, o el bien, tiene cada uno por sí solo tal amplitud como los tres reunidos.

Por la percepción de la naturaleza genérica o específica la inteligencia aprehende ya en un individuo algo más que a él mismo; se posesiona de un objeto de concepto universal, comunicable a todos los individuos de idéntica especie o del mismo género, y que se llama unívoco, puesto que, presentado al espíritu por una pluralidad de sujetos transobjetivos y restituído a éstos en juicios, es pura y simplemento uno y el mismo en el espíritu. Es un unum in multis, [ “uno en muchos” ], un invariante sin multiplicidad actual realizado en muchos y que, por esto mismo, establece entre ellos una comunidad de esencia. Pero por la percepción de los transcendentales nosotros aprehendemos en una naturaleza algo más que a ella misma, adquirimos un objeto de concepto no sólo transindividual, sino también transespecífico, transgenérico, transcategórico, como si al separar un poco de hierba hiciéramos salir de ella un pájaro más grande que el mundo.

A tal objeto de concepto le llamamos sobreuniversal. Los escolásticos lo denominan análogo, es decir, realizado de diversas maneras, pero según proporciones semejantes en los diversos sujetos en donde se halla. Precisamente en cuanto que es objeto de concepto difiere esencialmente de los universales, no sólo porque tiene una amplitud más vasta, sino también y primeramente, y esto es lo que interesa en primer término, porque no es como ellos pura y simplemente uno e idéntico en el espíritu (digamos monovalente), sino que es polivalente, y envuelve una multiplicidad actual: el pájaro del cual hablábamos hace un instante es a la vez una bandada.

Procuremos comprender el misterio propio de estos objetos transcendentales. Cuando al mirar un hombre pienso: “es un ser” o “existe”, percibo cierto ser determinado, finito, perecedero, carnal y espiritual, sujeto al tiempo y, como diría Heidegger, sometido a la angustia, y a la vez cierta existencia calificada de un modo semejante. Pero el objeto análogo “ser”, “existencia”, así pensado por mí, desborda este analogado, de tal suerte que se encontrará también –intrínseca y propiamente- en analogados que difieren del hombre por su ser mismo y su manera misma de existir; todo lo que diferencia un canto rodado de un hombre es ser, como todo lo que diferencia a un hombre de un canto rodado; si hay electrones, un electrón es un ser finito, corporal e imperecedero, librado al tiempo, mas no a la angustia; si hay ángeles, un ángel es un ser finito, incorpóreo y superior al tiempo; todo lo que divide a estos seres unos de otros es ese mismo ser que vuelvo a encontrar –variado- en cada uno de ellos.

Basta que fije mi atención en él para ver que es a la vez uno y múltiple: sería pura y simplemente uno si sus diferenciaciones no fueran todavía el mismo, o dicho de otra manera, si el análogo presentado al espíritu abstrayera completamente de los analogados; si yo pudiera pensar el ser sin que al mismo tiempo se presentaran a mi espíritu ( que mi atención vaya de hecho hacia ellos o no, es accidental) ciertas maneras esencialmente diferentes con las cuales este objeto de concepto puede realizarse fuera del espíritu. Sería pura y simplemente múltiple si no transcendiera sus diferenciaciones o, en otras palabras, si el análogo presentado al espíritu no abstrayera en ninguna manera de los analogados: en tal caso el término “ser” sería puramente equívoco y mi pensamiento se pulverizaría; no podría ya pensar y decir: “Pedro es hombre y este color es verde”, sino solamente: ¡ah. ah…!

El concepto de ser ( y lo mismo acaece con todos los conceptos transcendentales esencialmente sobreuniversales o análogos, con la “analogía de proporcionalidad propìa” de los escolásticos, la única que aquí nos interesa), el concepto de ser es pues implícita y actualmente múltiple, en cuanto no hace abstracción sino incompletamente de sus analogados, y en cuanto, a diferencia de los conceptos universales, envuelve una diversidad que puede ser esencial y abrir hiatos infinitos, distinciones abismales en la manera como se realiza en las cosas; y es también uno bajo cierta relación, en cuanto abstrae incompletamente de sus analogados, y se separa dice ellos sin llegar a ser concebible fuera de los mismos, como atraído, sin lograr darle alcance, hacia una unidad pura y simple, la única que podría presentar al espíritu, si éste pudiera verla en sí misma –y sin concepto-, una realidad que sería a la vez ella misma y todas las cosas. (Es decir que el concepto de ser exige hacerse sustituir por Dios claramente contemplado y desaparecer ante la visión beatífica).

Se dice que es uno con una unidad de proporcionalidad, de manera que el ser hombre es a su existencia de hombre como el ser guijarro es a su existencia de guijarro, y como el ser ángel es a su existencia de ángel. Significa, pues, no precisamente un objeto, sino una pluralidad de objetos, uno de los cuales no puede presentarse ante el espíritu sin llevar consigo, implícitamente, a los otros, puesto que todos están ligados en cierta comunidad por la similitud de las relaciones que mantienen con términos diversos.

Al ser “sobreuniversal” o “polivalente”, un objeto de concepto transcendental no es unum in multis [“uno en muchos”] sino como una variable que envuelve una multiplicidad actual y realizada en muchos sin establecer por eso entre ellos una comunidad de esencia. No es análogo a la manera de un objeto de concepto primitivamente unívoco que una metáfora hace convertir después, pero de una manera extrínseca e impropia, a sujetos transobjetivos distintos de aquellos en los cuales él antes había sido captado.

Conviene intrísecamente y con propiedad (es decir, no por metáfora) a todos los sujetos a los cuales se puede atribuir, puesto que es análogo primitivamente y por su esencia; desde el primer instante en que lo percibe el espíritu en un sujeto, lleva en sí la posibilidad de ser realizado según su significado propio (formaliter, dicen los escolásticos) en sujetos que por su esencia difieren absoluta y totalmente de aquél.
Tales objetos son transensibles porque, realizados en lo sensible donde los percibimos se ofrecen al espíritu como transcendiendo todo género y toda categoría y pudiendo ser realizados en sujetos de una esencia muy diferente de la de aquellos en donde son aprehendidos.

Es muy digno de notarse que el primer objeto percibido por nuestro espíritu en las cosas, el ser, -que no puede engañarnos puesto que, siendo el primero, no podría envolver construcción efectuada por el espíritu ni, por consiguiente, posibilidad de composición engañosa- lleva en sí el signo de que son pensables y posibles seres de un orden diverso al orden sensible.

Comprendiendo bien que no se trata aquí sino de una posibilidad enteramente indeterminada. Tal sujeto incorpóreo determinado ¿es positivamente posible? No lo sabemos sino al saber que existe: concluimos así ab actu ad posse, [”del acto a la posibilidad”]. ¿Existen tales sujetos incorpóreos? ¿almas humanas? ¿puros espíritus creados?, ¿Ser de por sí increado? Podemos saberlo tan sólo razonando a partir de los datos que se nos han dado de hecho en la existencia sensible.

Siendo el ser el primer objeto percibido por la inteligencia, claro está que no se lo conoce en el espejo de cualquier otro objeto conocido con anticipación; se lo percibe en las cosas sensibles por intelección dianoética: así como una naturaleza genérica o específica es conocida en sí misma por la propidadd que denuncia su diferencia esencial, así también al análogo (analogum analogans) se lo conoce en sí mismo por aquel de sus analogados (analoga analogata) que primero cae bajo la acción de los sentidos: nuestro poder de percepción abstractiva deja detrás a este mismo analogado que le sirve de medio, para captar en su transcendencia el análogo del cual él no es sino una de sus posibles realizaciones.

Hay aquí una percepción intelectual del ser, que, envuelta en todos nuestros actos de inteligencia, gobierna de hecho, desde el principio, todo nuestro pensamiento, y que, despojado por sí misma mediante la abstracción de lo transsensible, constituye nuestra intuición filosófica primordial, sin la cual nos es tan imposible adquirir la ciencia de las realidades metafísicas como a un ciego de nacimiento adquirir la ciencia de los colores. En esta intuición metafísica el principio de identidad: “el ser no es el no-ser”, “todo ser es lo que es”, no es conocido sólo in actu exercitu [ “prácticamente”] y como una inevitable necesidad para el pensamiento; es visible su necesidad ontológica misma, porque la primera ley del ser no es un principio lógico, sino un principio ontológico (metalógico); y por eso, cuando se lo transfiere al orden lógico, en donde llega a ser principio de no contradicción: non est affirmare et negare simul, [ “no es afirmar y negar simultáneamente” ], es también la primera ley del espíritu. Intuiciones semejantes a éstas, que se refieren a los aspectos primeros del ser ( y provocadas en el espíritu por algún ejemplo sensible), originan los demás axiomas metafísicos, verdades conocidas de sí por todos o al menos por los sabios.

Muchos de los que se precian de filósofos se glorían, es cierto, de poner en duda estos axiomas, sin darse cuenta siquiera de que así hechan por tierra su propia cátedra; prueban tan sólo que tales intuiciones son irreemplazables: se las posee o no; el razonamiento las supone y puede conducirnos a ellas aclarando el sentido de los términos, pero jamás las suple.

Los primeros principios se perciben intelectualmente, de una manera muy distinta de la comprobación empírica; yo no veo una cosa que es sujeto en la que otra que es predicado se halla contenida como dentro de un cofre; veo que la constitución inteligible de uno de estos objetos de pensamiento no pueden subsisitir si el otro no se presenta como abarcándolo o siendo abarcado por éste; no hay aquí una simple verificación, como ocurre con un hecho conocido por los sentidos; es la intelección de una necesidad. Asimismo los primeros principios se imponen absolutamente, en virtud de la noción misma de ser; su autoridad es tan independiente y se halla tan arraigada en el puro inteligible; proviene tan poco de una simple generalización inductiva o de formas a priori destinadas a subsumir lo sensible que desconciertan en cierto modo a las apariencias sensibles , y no se prestan de buen grado a aclarar la manera con la que regulan las cosas; yo afirmo el principio de identidad y contemplo mi rostro en un espejo; ha envejecido; ya no es el mismo.

En fin, los primeros principios, al igual que el mismo ser, son análogos. Todo ser contingente tiene una causa, pero el objeto de pensamiento “causa” es polivalente como el objeto de pensamiento “ser”; como hay maneras esencial y absolutamente diferentes de ser, hay también maneras y absolutamente diferentes de causar; restringir el vocablo causa a las solas causas mecánicas, por ejemplo, sea para someter todas las cosas al determinismo universal, sea para negar por el contrario el valor del principio de causalidad, es desconocer esta analogía y alejar de sí la posibilidad de pensar metafísicamente. En virtud del carácter esencial e inevitablemente análogo del objeto sobreuniversal hacia el cual tiende, el axioma de identidad es al mismo tiempo el axioma de las irreductibles diversidades del ser; si cada ser es lo que es, no es lo que son los otros.

Esto no lo ven aquellos filósofos que, siguiendo a Parménides, exigen a este principio la reducción de todo a la unidad absoluta. Lejos de reducir todas las cosas a la identidad, él es en nuestro espíritu, al mantener la identidad de cada una, el guardián y el protector de la multiplicidad universal. Y si obliga a la inteligencia a afirmar el Uno transcendente, es porque esta misma multiplicidad lo exige como indispensable para salvar su exitencia.

En cierto sentido nada hay más pobre que el ser en cuanto ser; para percibirlo es preciso prescindir totalmente de todo lo sensible y de lo particular. Pero bajo otro aspecto es la noción más consistente y más firme: en todo lo que nosotros podemos saber, nada hay que no dimane de ella. Esta firmeza es inconcebible para a aquellos que toman el ser por un unívoco y que hacen de él un género, el más vasto y el más desnudo. Estaría entonces, como Hegel lo considerara, en el límite de la nada, y hasta sería indiscernible de ésta. Porque es análogo es al contrario, un objeto de pensamiento consistente y diferenciado sobre el cual puede arraigar una ciencia, sin hipertrofiarse por esto en un panlogismo destructor de las esencias.

Por eso el ser en cuanto ser es un maná poco sabroso para los espíritus que añoran las cebollas de la experiencia. Ya Descartes juzgaba suficiente haber considerado una sola vez en su vida las verdades primeras sobre las cuales se basa la Física y consagrar pocas horas al año a la Metafísica, reducida ya así a una justificación de la ciencia. Después de Hume y Kant muchos filósofos negarán a la existencia toda inteligibilidad propia, para no ver en ella sino un concepto vacío o una pura posición sensible o un sentimiento pragmático. Es difícil encontrar un error más radical y que más ofenda a la inteligencia. No solamente la noción de existencia ( y la del ser, puesto que el ser es lo que existe o puede existir) tiene un contenido inteligible absolutamente primordial: si la existencia en cuanto ejercida no ofrece a la aprehensión del espíritu otro contenido que la existencia como significada o representada ( de suerte que de la noción de un Todo Perfecto que posea necesariamente la existencia entre sus perfecciones, yo no puedo concluir que ese Todo Perfecto deba efectivamente existir), en cambio la existencia como representada es para el espíritu algo muy diferente de la no-existencia; hay mucho más en cien pesos existentes que en cien pesos posibles. Pero la existencia es, además, la perfección por excelencia y como el sello de todas las demás perfecciones, si es verdad que medio peso existente vale más que cien pesos simplemente posibles y que un perro vivo más que un león muerto; sin duda ella no dice de suyo sino una positio extra nihil, una [“posición fuera de la nada”], pero es la positio extra nihil de esto o aquello; y poner fuera de la nada una mirada o una rosa, a un hombre o a un ángel, es algo esencialmente diferente, puesto que es la actuación misma de toda la perfección de cada uno de estos sujetos esencialmente diversos. La existencia misma diversificada y admitiendo todos los grados de intensidad ontológica a la medida de las esencias que reciben, si en alguna parte se encuentra en estado puro, sin esencia distinta de ella que la reciba, o en otras palabras, si existe un ser cuya esencia sea existir, debe identificarse ahí con un abismo absolutamente infinito de realidad y perfección.

El ser separado en cuanto tal por la abstractio formalis, el ser con sus propiedades transcendentales y las diversas facetas que presenta en el conjunto total de las cosas, constituye el objeto propio de la metafísica. No hay aquí géneros supremos como las categorías, en donde el espíritu no percibe sino los primeros lineamientos de objetos de conocimiento (las naturalezas de las cosas), que no son completos sino en el grado específico, y se contenta, en consecuencia, con un conocimiento extremadamente incompleto en cuanto conocimiento de lo real. El objeto de la metafísica no es en modo alguno el mundo de lo universal conocido de la manera más general y, por consiguiente, la menos determinada; en otros términos, dicho objeto no lo constituyen los cuadros genéricos de las cosas de la naturaleza; se trata de otro mundo muy diferente, el mundo de lo sobreuniversal, el mundo de los objetos transcendentales, que, aislados en cuanto tales, no exigen, como los géneros, completarse por diferenciaciones progresivas que sobrevienen, por decirlo así, de fuera, sino que ofrecen un campo de inteligibilidad que tiene en sí mismo sus últimas determinaciones, y pueden realizarse fuera del espíritu en sujetos individuales que no caen bajo la acción de los sentidos, y se hallan substraídos a todo el orden de los géneros y a las diferenciaciones del mundo de la experiencia. Por eso la metafísica es un saber perfecto, una verdadera ciencia.

No sin razón Aristóteles estudiaba las categorías en lógica, en cuanto que el conocimiento de ésta proporciona los primeros instrumentos del saber, introduce a la ciencia de las cosas. Si la metafísica estudia la sustancia, la cualidad, la relación, etc.., si la filosofía de la naturaleza estudia al sustancia corporal, la cantidad, la acción y la pasión, etc., es desde otro punto de vista, a saber, en cuanto son otras tantas determinaciones ya del ser en cuanto ser, ya del ser móvil y sensible (en este último caso, lo hemos visto ya, el saber no es completo en su orden si no se agrega al conocimiento el de las ciencias experimentales). El alma humana, en cuanto es un espíritu y en cuanto es capaz de actividades completamente inmateriales en sí mismas, así como de una subsistencia del todo inmaterial, es un objeto metafísico; la antropología está así en la frontera de la filosofía de la naturaleza y de la metafísica; por ella la filosofía de la naturaleza se termina y corona en la metafísica.

El campo de la sabiduría metafísica misma comprende el conocimiento reflexivo de la relación del pensamiento con el ser (crítica)), el conocimiento del ser en cuanto ser (ontología en sentido estricto), el conocimiento de los puros espíritus y el conocimiento de Dios según sean, uno y otro, accesibles a la sola razón (pneumatología y teología natural).

Como las matemáticas, la metafísica emerge por encima del tiempo; al hacer brotar de las cosas un universo de inteligibilidad distinto de las ciencias experimentales ( y del de la filosofía de la naturaleza ), percibe un mundo de verdades eternas, cuyo conocimiento vale no sólo para un determinado momento de realización contingente, sino para toda existencia posible. A diferencia de la filosofía de la naturaleza, para establecer estas verdades superiores al tiempo, no tiene ella necesidad de circunscribirse a las verificaciónes de los sentidos. Pero a diferencia de las matemáticas, cuando establece estas verdades, tiene en vista siempre sujetos que existen o pueden existir. Dicho en pocas palabras: no hace abstracción del orden de la existencia. Lo preterreal matemático no implica la materia en su noción o definición; pero, encerrado en un género, no puede existir ( cuando puede) sino en la materia.

Lo transensible metafísico, por ser transcendental y polivalente (análogo), no sólo está libre de la materia en su definición o noción, sino que puede también existir sin ella. Por esto el orden de la existencia está en la entraña misma de los objetos de la metafísica. Admitir como objeto seres de razón sería indigno de la ciencia del ser en cuanto ser. Si por lo demás, como antes lo observamos, la metafísica desciende hasta la existencia en acto de las cosas extratemporales, no significa solamente que la existencia en acto es el signo por excelencia de la posibilidad intrínseca de existir; quiere decir también y sobre todo que la misma existencia es, como ya lo hemos indicado, el sello de toda perfección y no puede permanecer fuera del campo del más elevado conocimiento del ser.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muchas gracias Antonio. Muy valioso tu aporte. ¡Gracias por compartirlo!