sábado, 17 de mayo de 2008

EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD

EL ACASO
J. Maritain ( 7ª lección)

El principio de causalidad.
Como lo señaláramos al fin de la lección anterior, es necesario abandonar la consideración del ser en toda su amplitud analógica absolutamente universal, con esa universalidad que abarca las profundidades del ser increado y los inmensos aunque reducidos alcances del ser creado; el radio de aplicación del principio de causalidad es el segundo de los dos universos, el ser contingente, o sea aquel que no es a se, que no tiene en sí su razón de ser.

En efecto.
La noción de ser se divide ante el espíritu en ser por sí, o absolutamente necesario (y esto aun antes que hayamos nosotros establecido la existencia de un ser por sí) y en ser que no es por sí, o sea en ser contingente. Para decir mejor ( idéntica división expresada de otro modo, de una manera más técnica), el ser se divide en ser en acto puro o en ser mezclado a cierto grado de potencialidad bajo cualquier título. He aquí lo que queremos considerar; nos ocupamos del segundo miembro de ésta división, del ser mezclado de potencialidad y, por lo mismo, no dotado de aseidad.
Nos encontramos siempre ante la verdad de que el ser es más rico que sus objetivaciones, de suerte que, en los primeros juicios intuitivos, en los cuales lo tomamos, se divide en dos objetos de pensamiento distintos cuya identidad in re reconocemos inmediatamente. El ser contingente, el ser que no es por sí, el ser que puede no ser, este objeto de pensamiento que ahora nos ocupa, se divide, ante la consideración de nuestra inteligencia, en dos objetos conceptuales distintos: “ser contingente puesto en la existencia”, por una parte; y por otra el “ser causado”, es decir, “dotado de una razón de ser realmente diferente de sí mismo”.

Teniendo bajo la mirada de nuestro espíritu estas dos nociones, vemos que ambas se identifican necesariamente en el ser extramental y formulamos el principio: todo ser contingente tiene una razón de ser distinta de sí mismo, o extrínseca, es decir, una causa eficiente (1); el principio en cuestión es evidente en sí mismo (2); y, como los principios ante expuestos, puede, por reducción al imposible, trasladarse al principio de identidad.

Nota:
(1) * El principio de causalidad, siendo un juicio analítico absolutamente cierto, es indemostrable e irrefutable. Las nociones “ente existente que comienza” y “ente contingente” contienen un necesario orden de dependencia de la causa eficiente.
Para Kant es un juicio sintético a priori, pues, -dice- si bien la experiencia nos proporciona los polos o extremos del juicio, la relación de causa es creada a priori por la razón, la cual aplica ciegamente a los datos de la experiencia una forma innata.
Para el positivismo existe sólo la sucesión más o menos uniforme de los fenómenos experimentales; la causa no es sino un objeto después del cual sigue otro, de tal manera que la presencia del primero nos mueve a pensar en el segundo (Hume).

(2) * “El devenir es la unión de lo diverso; comprende, en efecto, dos elementos: la potencia y el acto. Por una parte, lo que ya es, no deviene (ex ente non fit ens quia iam est ens); Por ora parte, nada puede venir de la nada ( ex nihilo nihi fit). Luego lo que deviene no puede venir sino de un intermediario entre el ser determinado y la pura nada; este intermediario entre el ser determinado y la pura nada es la potencia. El devenir es así para el acto el tránsito de la indeterminación a la determinación, de la potencia al acto; y como la potencia no es en sí el acto, es ncesario un principio intrínseco que la determine o la actualice (ens in potentia non reducitur in actum nisi per aliquod ens in actu). Este principio determinante o activo recibe el nombre de causa eficiente”. (Garrigou-Lagrange, Le Sens commum…, )

(Continúa el autor).
Mas, ¿por qué? Porque si suponemos un ser contingente, un ser que puede no ser, es decir, un ser que no tiene en sí mismo toda la razón suficiente de su ser ( un ser que no es por sí mismo) y al mismo tiempo pensamos que ese ser que ( por definición) no tiene en sí mismo toda su razón de ser tampoco la tiene fuera de sí, carece por lo mismo del principio de razón suficiente, y el carecer de principio de razón suficiente es una ofensa al princpio de identidad: Razonando así, no pretendemos demostrar el principio de causalidad, sino reducir su contradictorio al imposible.

Habéis reparado ya que, en todo lo dicho, no hemos recurrido a ninguna amputación espacial, como las que la filosofía de M. le Roy atribuye al pensamiento conceptual y singularmente al principio de causalidad; ni tampoco a ninguna generalización de una experiencia psicológica, generalización que se podría, con mayor o menos verosimilitud, tachar de antropomorfismo. No hemos pensado ni en una bola que choca contra otra, ni en esfuerzo muscular que produce tal o cual efecto y sentido por nosotros en el momento en que la efectuamos. Nos hemos atenido, por el contrario, a la noción de razón suficiente en toda su generalidad abstracta, a saber: aquello por lo cual alguna cosa es, en el sentido más general, aquello por lo cual una cosa puede ser agotada en cuanto a la inteligibilidad, aquello por lo cual puede procurar a la inteligencia un reposo y una saciedad totales.

Esta es la noción que ha sido simplemente determinada con anticipación por nosotros, cuando agregamos la nota “distinta de la cosa de la cual es razón”, razón de ser “extrínseca al ser contingente considerado”.

Igualmente se puede observar que el principio de causalidad deriva tan poco de una generalización empírica o psicológica, que se plantea una verdadera dificultad cuando intentamos unirlo a la experiencia; quiero decir que cuando buscamos ejemplos concretos del principio de causalidad, cada uno de los ejemplos acusa un déficit en tal o cual punto. Si consideramos el ejemplo de un cuerpo que tropieza con otro, sabemos bien por una larga experiencia, que el porqué del movimiento adquirido por el segundo cuerpo está escondido allí, sabemos muy bien que el choque es la causa del movimiento del segundo cuerpo, pero no sabemos en qué consiste esta causa, esta razón de ser; esto es algo muy misterioso y, bajo este aspecto, el ejemplo buscado es muy deficiente.
Observad que uno de los ejemplos de los empiristas, de David Hume entre otros, consiste en proceder como si debiera transferirse la racionalidad y la evidencia inmediata , propia del principio de causalidad, a cada uno de los casos particulares, en los cuales se halla aplicado el principio. Nos dicen entonces: ¿pero del hecho que una bola choca contra otra descubrís a priori la exigencia inteligible del movimiento de esta segunda bola?

El solo examen de las nociones de “ser contingente” y de “ser causado”, recientemente mencionadas, nos dice muy bien que ambas están necesariamente ligadas entre sí y que la una exige la otra, porque debe dar razón de su posición en la existencia, pero esto no quiere decir que sepamos en qué consiste, en cada caso particular, esa razón de ser. Desde el punto de vista de los ejemplos, se podría observar, a modo de paréntesis, que existe cierta ventaja por parte de la psicología. Tomemos un ejemplo; “he dicho esto porque así lo he querido” ( si se trata al menos de un acto de voluntad razonable y deliberado); entonces vemos mucho mejor cómo el efecto, a saber, el acto realizado, depende de su causa, de la misma voluntad deliberada como de su razón. Pero aun aquí hay una parte de misterio ya sea en la acción de la causa, de la voluntad libre, ya en la manera cómo esta decisión se traduce al exterior por tal o cual operación material.

Parece general que el misterio del ser se esconde en tinieblas más densas cuando pasamos al principio de causalidad. Podemos decir que esto es así porque se trata de un principio ante todo existencial; siempre, en toda posición existencial, late un misterio especial, ya que el ser es el efecto propio de la causa primera; y las causas segundas producen sus efectos, en tanto son capaces de hacer existir algo en cuanto son movidas por Dios. Nota del autor: por eso observa el Angélico que la Causa primera obra en el efecto de un modo más inmediato y eficaz que la misma causa segunda (De Potencia,..)

Por consiguiente, en una posición existencial, en la vocación efectiva a la existencia hay algo que sobrepasa lo que una causa segunda por sí sola, sin premoción de la causa primera, podría procurar y que, en cierto modo, se refiere al misterio del acto creador.
El que un ser no tenga de sí la razón de su posición en la existencia, el que su propia suficiencia ontológica, si así me es permitido hablar, esté fuera de sí mismo y le sea dado por otro, lo admitimos como necesario al ser contingente; pero…¿cómo comprender esto? Ante todo no debemos creernos capacitado para comprenderlo mediante imágenes que circunscriben el espíritu al ámbito de lo empírico y le dan la ilusión de una falsa claridad, lo cual simplifica notablemente la tarea de los nominalistas, criticista, etc.
Si nos mantenemos en el ámbito de lo inteligible, haciendo honor al misterio, entonces nos percatamos de que es posible entrar un poco en el misterio inteligible, a condición de valernos de las llaves, antaño forjadas por Aristóteles, del acto y la potencia, y de reconocer el carácter dinámico del ser, esa compacta raigambre de la tendencia, de la inclinación, del amor, sobre la cual hemos insistido en la lección anterior.

El principio de causalidad: “todo ser contingente tiene una causa” puede resumirse, de una manera más filosófica, en función de las nociones de acto y potencia. Diríamos entonces: “todo ser compuesto de potencia y acto, en cuanto es potencia no pasa por sí mismo al acto, no se traduce en acto por su propia virtud sino que pasa por otro ser en acto que es la causa de la mutación.. Nihil reducit se de potentia in actum”.

Vemos entonces que ningún ser puede causar si no está en acto y si una potencia, una disponibilidad correspondiente, no le da cabida a su acción. Se comprueba que el ser en cuanto agente es en sí mismo una inclinación a comunicar un bien, de tal suerte que los filósofos que desprecian este aspecto dinámico del ser y se representan el ser como un mundo de estabilidades geométricas, tomadas bajo el estado de abstracción que tienen en nuestro espíritu y desprovistas de toda tendencia y de todo amor consubstancial, deben, como Malebranche, escandalizarse de la causalidad.

Se comprende que la comunicación de ser y de bien exigida por la relación de causa a efecto no es la transmisión de no sé qué entidad inteligible (¿sólida o líquida?) que pasaría de la una al otro, sino una comunidad de actuación que es a la vez la perfección última del agente (transitivo) y del paciente; pues uno y otro comunican así en un mismo acto, ya que la acción del agente está en el paciente, actio agentis est in passo. (En el caso de una acción inmanente virtualmente transitiva, esta acción se cumple como tal en todo su alcance en el agente, cuando éste despierta en el paciente la actualidad que lo perfecciona y se hace presente a él –el cual no es en si mismo sino una obediencia ontológica a tal acción.)

Se ve que toda causa creada, más que el efecto en cuanto causa, y sin embargo menos que ella misma más el efecto, en cuanto creada, necesita, para obrar, ser en sí misma perfeccionada y actuada por otra; de tal manera que, en definitiva, nada se produciría en este mundo, ni el más leve movimiento de una hierba, ni la más ligera onda en el agua rizada por el viento, ni el más tenue estremecimiento de la sensibilidad, ni el más insignificante acto del entendimiento y de la voluntad, si el universo entero no estuviera abierto a la acción (virtualmente transitiva) del Acto puro ( que lo toca, decía Aristóteles, sin ser tocado), si una ola continua de causalidad no estuviera sin cesar corriendo sobre las cosas desde el seno mismo de la Inteligencia y Amor Subsistente. A este fluir continuo y providente llamamos, en términos bárbaros, la premoción física.

SOBRE EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD
Tratado De Metafísica. Ontologia.
De Gonzalez Álvarez.
1. Historia.

  1. La importancia metafísica del principio de causalidad es superior a toda ponderación. Sólo si él tiene realidad y validez podremos trascender la ontología y adentrarnos en la teología natural. Su negación coincide normalmente con la negación de la metafísica misma, a la que habría que declarar carente de sentido y vacía de significación. Por otra parte, entre quienes aceptan la validez del principio metafísico de causalidad, se entablan discusiones sobre su formulación, su peculiar modalidad, y sobre su fundamentación. Aún debemos advertir que esta cuestión ha adquirido en tiempos todavía recientes una vigencia renovada. Es, pues, un problema de palpitante interés y actualidad. Toda la temática que encierra puede ser trenzada a esta triple rúbrica: la historia, las formulaciones y la validez metafísica.
  2. La historia del principio de causalidad es tan rica en episodios que su narración exigiría las páginas de todo un libro. En general, ha seguido los cauces de la del concepto de causalidad misma que describimos más atrás. Apoyados en ella, podemos limitarnos aquí a unas notas primordiales, referida únicamente a los filósofos. Como entonces, el primero que debe ser citado es Platón, por haber indicado, en el Filebo, que todo lo que ha llegado a ser tiene necesidad de una causa. Debió parecer al divino Platón tan evidente y natural su propia fórmula del principio de causalidad que ni siquiera se detiene a proporcionarle fundamentación alguna. Esta tarea se la reservó Aristóteles. Ya quedó señalado que la primera fundamentación de la doctrina de la causalidad con todo el rigor posible se debe precisamente al Estagirita. En el capítulo I del libro VII de la Física nos ofrece esta profunda fórmula ontológica del principio de causalidad, frecuentemente mal entendida y peor interpretada en el decurso histórico: “todo lo movido tiene que ser movido por otro. Semejante principio expresa la profunda conexión entre el devenir y la causalidad. Su fundamentación hácela Aristóteles poniendo en juego la doctrina del acto y la potencia que él mismo descubrió, precisamente al intentar dar razón del movimiento como acto del móvil, es decir, de la transformación de los seres y de la actualización de sus potencias. Por potencial, lo devenido debe proceder de otro. La doctrina aristotélica de la causalidad toca la raíz misma del ser en devenir. Sin embargo, la fórmula del principio que la enuncia busca invariablemente la causa del devenir de los seres. El desarrollo de esta doctrina hasta la indagación de la causa del ser que deviene fue obra de la metafísica neoplatónica. El Uno de Plotino no es solamente la causa del devenir, sino también la causa del ser. La realidad plural de los seres exige ser explicada por la dependencia y, en consecuencia, por el influjo causal (emanatista o creador, poco importa por ahora) de la unidad más estricta. En la filosofía griega y helenística sólo los escépticos pusieron en duda la causalidad. Enesidemo y Sexto Empírico se esforzaron en probar que la actividad causal no puede tener valor objetivo. Trasladar al orden real una relación que el sujeto establece entre los datos de la sensación es un contrasentido y una contradicción.
  3. En la Edad Media, el principio de causalidad fue tratado en análogas dimensiones a las estudiadas. Ya indicamos que Algazel, sin caer en las exageraciones de los escépticos, negó la existencia de causas reales en este mundo y anticipó en muchos siglos la posición del ocasionalismo. Gracias a esa crítica, Averroes y Maimónides hubieron de defender la causalidad efectiva y su principio con validez objetiva. Mientras tanto, la escolástica del llamado período de la formación margina casi por entero el problema que nos ocupa. Tienen que llegar los grandes escolásticos del siglo XIII para que el principio de causalidad adquiera de nuevo la estimación que se merece. En un contexto aristotélico se funden ideas neoplatónicas y arábigo-judías amén de otras que proceden de la tradición patrística. En Santo Tomás, por ejemplo, se encuentra la fórmula aristotélica del principio de causalidad traducida, como es bien sabido, de esta forma: omne quod movetur ab alio movetur, e interpretada en el profundo sentido que habíamos advertido ya, según el cual el “movetur”significa una verdadera educción de la potencia al acto. Todo ser que pasa de la potencia al acto se halla bajo el influjo y la dependencia de una causa extrínseca que produce en él la perfección adquirida en el cambio. Otras veces, el principio aristotélico se traduce así: Omne quod fit, fit… ab alio sicut ab agente, o también. Omne quod fit habet causam. Pero ofrece, igualmente, Santo Tomás otras fórmulas más literalmente relacionadas con el ser, en alguna de las cuales el sabor neoplatónico y arábigo es indudable, Recojamos algunas tomadas al azar. Omnis res cuius esse est aliud quam natura sua, habet esse ab alio; nihil est causa efficiens sui ipsíus ; Omne compositum causam habet ; Si aliquid unum communitur in plurimus invenitur, ab aliqua una causa in illis causatur ; Quod per essentiam dicitur, est causa omnium quae per participationem dicuntur ; quod dicitur maxime tale in aliquo genero, est causa omnium quae sunt illius generis. Podríamos seguir citando formulas y más fórmulas. Nos conformamos indicando que, con ellas, el pensamiento del siglo XIII que al mismo tiempo que da remate a la ontología, se lanza a la búsqueda de la causa primera, fuente única de cuanto existe en el mundo.
  4. Fueron los nominalistas, quienes en el siglo XIV, inauguran la crítica del principio de causalidad. Ya Guillermo de Occam, el Venerabilis Inceptor, estimaba que no es posible demostrar el principio según el cual todo movimiento tiene una causa externa. Aliado el occamismo filosófico, que opera en nombre de la lógica nominalista, con el occamismo científico, caracterizado por la reacción de la física nueva contra la física aristotélica, se produce el ataque a gran escala contra el principio de causalidad. Nicolás de Autricuria, en nombre de los filósofos, el cardenal Pedro de Ailly, más en contacto con la física y mecánica nuevas, declaran injustificable el principio de causalidad, tanto en su fórmula aristotélica como en su forma general.
    La dependencia del moderno empirismo inglés respecto del nominalismo del siglo XIV no puede ser ya negada. J. Locke, a pesar de su formación preponderantemente occamista, conservó todavía el principio de causalidad en esta forma: de la nada no deviene nada, ex nihilo nihil fit. Pero David Hume, como pusimos de relieve más atrás, ataca decididamente la fórmula por él mismo enunciada en estos términos: :“Todo lo que comienza a existir, tiene que tener una causa de su existencia”: Whatewer begins to exit, must have a cause of existence. Semejante principio no puede fundarse en la experiencia, ya que jamás se comprueba la conexión necesaria y universal entre su sujeto y su predicado. Tampoco puede justificarse por el análisis lógico del sujeto; por mucho que analicemos la idea “lo que comienza a existir” no encontraremos en ella la idea de “causa”. La teoría de Hume fue recogida por todo el empirismo del siglo XIX, especialmente por J. Stuart Mill, y ha modelado la actitud ametafísica del neopositivismo contemporáneo respecto al principio que nos ocupa.
    El propio Kant se dejó impresionar por la crítica de Hume y trató de superar las dificultades nacidas del empirismo haciendo del principio de causalidad un juicio sintético a priori , cuya evidente necesidad no debe ser busca en la objetiva relación esencial entre el predicado y el sujeto, ya que depende por entero de una forma a priori del entendimiento.
  5. La filosofía escolástica no podía quedar impasible ante los ataques del nominalismo y el empirismo contra un principio de tan capital importancia para la metafísica. “Por eso, desde el siglo XIX, se produjeron entre los tomistas interesantes controversias sobre la naturaleza y justificación del principio de causalidad. Una copiosa literatura nació de estas discusiones, de las que unas se esforzaban por establecer –contra Kant y Hume- el carácter analítico del principio de causalidad. El examen de esos debates revela a menudo malentendidos y muchos equívocos, que sería interesante disipar”. Las controversias han tenido lugar en ocasión de tres acontecimientos externos: en primer lugar, “a consecuencia de una comunicación de Amadée Margerie (1825-1905) al Congreso científico de los Católicos, celebrado en París en 1888; posteriormente, en torno a un artículo de Jacq. Laminne (1864-1924), aparecido en 1912 en la Revue Néoscolastique de Philosophie, de Lovaina; asimismo, después de 1915, con ocasión de la obra de Gaspar Isenkrahe (1844-1921), que ponía en duda el valor del principio de causalidad”. No podemos entrar aquí en una exposición de las actitudes que se tomaron. En los epígrafes que siguen aparecerán algunas adscritas a sus respectivos defensores. El lector interesado puede consultar la bibliografía del final del artículo para completar la información.

2. Formulaciones.

  1. La muchedumbre de fórmulas del principio de causalidad enunciadas en el curso de la historia con significación metafísica pueden catalogarse en conformidad con las cinco rúbricas siguientes:
    a) En función de un concepto ya elaborado de efecto: Todo efecto tiene una causa; No se da efecto sin causa.
    b) En función del movimiento: Todo lo que se mueve, se mueve por otro; Todo móvil exige un motor; Todo lo que se hace tiene causa; Nada se produce sin causa; Nada se educe a sí mismo de la potencia al acto; Nada pasa del no ser al ser sin causa.
    c) En función del comienzo existencial: Todo lo que comienza a existir, tiene una causa de su existencia; Lo que comienza es causado.
    d) En función de la contingencia: Todo lo que es posible de ser y de no ser es causado; Todo ente contingente exige una causa; Lo que no es por sí, depende de una causa.
    e) En función de la estructura real: Toda estructura exige una causa; Todo compuesto tiene causa.
    Podríamos continuar enunciando nuevas fórmulas. Sólo como prueba de la fecundidad de este último criterio agregamos lo siguiente: Si la estructura es índice de efectuación y la sección segunda de este volumen fue dedicada precisamente al examen de cinco estructuras reales, podemos decir: todo ente estructurado de esencia y existencia es causado; todo ente estructurado de materia y forma exige una causa; todo ente estructurado de sustancia y accidentes tiene que tener una causa; todo ente estructurado de cantidad y cualidad es causado, y todo ente estructurado de naturaleza y legalidad exige una causa. Y como tales estructuras se nos ofrecen como exigencias explicativas de los interrogantes levantados sobre ciertos hechos de experiencia con alcance ontológico, puede expresarse lo mismo en esta forma: todo ente finito o perteneciente al orden universal del ser, todo ente limitado en la duración o inscrito en un orden específico, todo lo que se mueve, lo que ejerce una esencial actividad inesencial y, en fin, todo lo que en su dinamismo tendencial está ordenado, es, por estructurado, el efecto de una causa. Y teniendo en cuenta el “leit motiv” potencia-acto aparecido en las cinco estructuras ontológicas, diremos, con carácter general y cerrando este punto, que todo ente estructurado de potencia y acto exige una causa.
  2. Con vistas a la fundamentación del principio de causalidad, debemos comentar aquí, aunque sea brevemente, tan variado repertorio de formulaciones. Dicen las de la primera rúbrica que “todo efecto tiene su causa”. La verdad que expresa tiene tal carácter de absolutez y de rigor, que difícilmente puede ser puesta en tela de juicio. Sin embargo, en cuanto fórmula del principio de causalidad, es rechazada por no pocos. Expresando el efecto formalmente en relación a la causa eficiente no se dice con ella nada nuevo; es pura tautología, y no puede considerarse como expresión de ningún principio. Tales afirmaciones no le parecen a G. M. Manser completamente sólidas. “Puesto que la causa y el efecto son realmente diversos y no puede haber tautología en ninguna proposición cuyo sujeto y predicado expresen cosas realmente diversas, la objeción dista mucho de ser evidente. Además, el efecto no es el resultado de la causa eficiente sola, sino también de las otras tres causas. Además, al término “efecto” se puede dar, sencillamente, el sentido de ´devenido´”.
    Por este último lado empalmamos con las fórmulas de la segunda rúbrica, apoyadas todas en el devenir. La primera de ellas –todo lo que se mueve, se mueve por otro- procede de Aristóteles, según se señaló, y fue utilizada por Santo Tomás como fundamento de la “primera y más manifiesta vía” para alcanzar la existencia de Dios. Aunque ontológicamente interpretada, coincide enteramente con todas las demás de la misma serie, ha levantado una verdadera polvareda de objeciones, entre las cuales mencionaremos de nuevo las de Occam, el cardenal Pedro de Ailly y Nicolás de Autricuria. Los tomistas de mente suareciana suelen modificar su sentido expresándola así: todo lo que se mueve, se mueve también por otro, o transformándola en esta fórmula: nullum ens a se ipso adaequate moveri. Lo que en el fondo de este asunto se debate es el peligro de que merme o se suprima la actividad propia del agente y se presuponga la predeterminación física. Puede, sin embargo, sustituirse por cualquiera de las otras fórmulas, que tienen sobre ella la ventaja de manifestar inequívocamente lo que literalmente expresan. Por ejemplo, ésta: todo lo que se hace, tiene causa. Es la fórmula que prefieren Gredt, Manser, Geyser, Marc y tantos otros.
    No andan lejos de ella las fórmulas de la tercera rúbrica. “Lo que comienza” está inscrito en el ámbito de “lo que se hace”. No se concibe un comienzo sin un hacerse o producirse. No podría decirse otro tanto de la proposición inversa. Es cierto que todo lo que comienza es producido, pero puede concebirse algo producido sin comienzo. En el volumen siguiente de nuestro Tratado pondremos esto de relieve al ocuparnos de la posibilidad de la creación ab aeterno. Pero ya desde ahora debe decirse que la fórmula “lo que comienza a existir es causado”, muy verdadera por cierto, no tiene toda la universalidad requerida, por no extenderse a todos los ámbitos a los que la causalidad debe extenderse.
    Tales dominios coinciden, vistos desde la efectuación, con los de la contingencia. Por eso, muchos autores prefieren las fórmulas de la cuarta serie. Lo que ellas expresan –lo contingente es causado- es incontestablemente verdadero. Todo y sólo lo contingente es efectuado y, por ende, causado. De ahí las indudables ventajas de semejantes formulaciones. Sucede, empero, que la contingencia no es un hecho de experiencia inmediato. Trátase más bien de un atributo –extendido, desde luego, a todo el ámbito de lo finito- fundado en la composición, es decir, en la estructura. Sabemos que lo contingente es efectuado en la medida en que se nos revela estructurado.
    Por lo mismo, tienen mayor ventaja y ofrecen garantía más sólida las fórmulas de la última serie. Decían así: todo compuesto tiene causa. Su verdad se patentiza por la consideración de que la unión incondicionada, es decir, incausada de lo diverso, es imposible. La estructura de lo diverso exige una causa eficiente. La fórmula edificada sobre el hacerse y la levantada sobre la estructura son, pues, las que mejor cuadran a nuestro propósito. La primera, porque procede del concepto de causalidad que hemos venido desarrollando en toda esta sección; la última, porque está en congruencia con la ontología de lo finito, de que nos ocupamos en la sección segunda.

3.- La validez metafísica del principio de causalidad

  1. El principio metafísico de causalidad no tiene la significación de un principio absolutamente primero. No debe, pues, contarse entre los primeros principios ontológicos con el mismo título que los de contradicción, de identidad, de razón suficiente y de conveniencia que examinamos más atrás ligados, respectivamente, a las propiedades trascendentales de la aliquidad, la unidad, la verdad y la unidad. Mientras estos afectan al ente trascendental y, en consecuencia, se refieren a todo ente, el principio de causalidad afecta únicamente al ente efectuado. El ente en cuanto ente, lejos de ser causado, incluye a la causa de los entes que la tienen. El principio metafísico de causalidad presupone, juntamente con las nociones que explícitamente entran en su formulación, la noción universal del ente y los principios ontológicos como tales. Esto no quiere decir que se derive de ellos. Ni que carezca de importancia. Menos aún, que no goce de valor metafísico absoluto y pueda ser negado impunemente, es decir, sin caer en la contradicción. El principio de causalidad es directamente evidente para el metafísico. Conociendo los términos de la proposición en que se formula, se conoce inmediatamente la necesaria pertenencia del predicado al sujeto. Trátase de una proposición que corresponde a las que Santo Tomás llamaría, en seguimiento de Boecio, per se notae apud sapientes tantum. La negación de semejantes proposiciones entraña la negación del sujeto y, en consecuencia, la caída en contradicción. Todo intento de demostración directa, tanto deductiva como inductiva, está abocado al fracaso. El principio metafísico de causalidad es un juicio analítico, directamente evidente por el solo análisis de sus términos, y únicamente demostrable por procedimiento indirecto, es decir, ad absurdum, en cuanto reductible al principio de contradicción. Tales son los puntos esenciales que vamos a desarrollar con la brevedad que la materia lo consienta.
  2. Son muchos los autores que consideran el principio de causalidad como absolutamente independiente, y por lo mismo, tan primero, evidente e irreductible, como cualquiera otro. Esta opinión tuvo un egregio defensor en Leibniz: “Hay dos grandes principios de nuestros razonamientos: uno es el principio de contradicción, que hace ver que de dos proposiciones contradictorias, una es verdadera y la otra es falsa; el otro principio es el de la razón determinante, que consiste en que jamás ocurre nada sin que haya una causa, o, al menos, una razón determinante, es decir, algo que pueda servir para dar razón a priori de por qué existe eso de esta manera más bien que de otra”. Replanteado el problema al principio del siglo XX, ha podido escribir J. Laminne: “Del mismo modo que nuestro espíritu está determinado a afirmar la distinción irreductible del ser y del no ser, así también lo está a afirmar que todo hecho tiene su razón, y esta necesidad subjetiva, que corresponde a la verdad objetiva de estos principios, no es otra cosa que su evidencia”. Poco después relacionó los principios de causalidad y de identidad. En esta misma línea se situaron varios autores más, como L. Fuetscher, P. Descoqs, J. de Vries, para quienes el principio de causalidad puede inclusive ser negado sin contradicción.
  3. También son muchedumbre los autores que ensayan pruebas directas del principio de causalidad. Han seguido la vía inductiva, entre otros, Stuart Mill, Engert, Ostler, Becher y Geyser. La gran preocupación que este último pensador ha sentido por el principio de causalidad le ha llevado a utilizar el método fenomenológico. A la luz de la conciencia podemos observar el surgimiento de los actos de inteligencia y de voluntad. Reflexionando sobre ellos, percibimos el lazo existente entre la causa y el efecto o, por mejor decir, entre “comenzar a ser” y “ser causado”. A la esencia de lo que comienza pertenece la relación de dependencia de una causa. Posiciones análogas han sostenido Herget, Santeler y Zimmermann.
    Prefieren otros el camino de la deducción. Del principio de identidad derivan el de causalidad de una manera directa Riehl y Windelband, y a través del principio de razón suficiente, Garrigou-Lagrange y Jansen. Directamente del principio de razón suficiente lo derivan también Messer, A. Schneider y Franzelin. Finalmente, lo vinculan al de contradicción Nink y Droege.
    Ya expresamos nuestro parecer declarando como abocada al fracaso toda prueba directa del principio de causalidad. En lo que se refiere a las demostraciones inductivas bastará advertir que suponen aquello mismo que pretenden probar, ya que toda inducción debe dar por supuesto el principio de causalidad. La circularidad se hace patente. Respecto a la derivación del principio de causalidad de cualquiera de los tres principios supremos mencionados estamos de acuerdo con Manser: “Éstos se refieren al ser indiferenciado como tal; aquél, al devenir, que es menos universal: “esse autem universalius est quam moveri” (II c. G., c. 16)- ¿Cómo he de poder yo derivar del ser indiferenciado el “devenir, lo “múltiple”, si lo uno no tiene, esencialmente, nada que ver con lo otro?; “esse causatum non est de ratione entis simpliciter” y “non intrat in definitione entis” (I, q. 44, a.. 1, ad 1)”.
  4. Dependiente de los principios ontológicos superiores, pero no derivable de ellos, el principio de causalidad debe tener carácter analítico y ser directamente evidente para quienes conozcan los términos en que se enuncia. Por ello mismo deberá gozar de valor metafísico, esto es, absoluto, y nadie podrá negarlo sin contradicción. Es lo que nos queda por mostrar.
    El principio de causalidad será analítico a este único título: que los juicios en que fue enunciado –“lo que se hace tiene causa” y “todo compuesto tiene causa”- lo sean. Un juicio se llama analítico cuando el predicado está incluido en la esencia del sujeto, de modo tan necesario que éste no pueda pensarse sin aquél. En nuestro caso, la relación de dependencia respecto de una causa debe ser exigida por la naturaleza misma del hacerse o componerse.
    He aquí el análisis poniendo de relieve que todo lo que se hace requiere una causa. El hacerse o devenir contiene, ínsito en sus entraña significativa, dos elementos igualmente imprescindibles: potencia y acto. En su esencia misma, el devenir es acto imperfecto, esto es, ligado a la potencia. La fórmula aristotélica definitoria del movimiento lo expresa así: acto del ente en potencia, en cuanto está en potencia. Si se suprime el acto y queda sólo la potencia, no hay aún devenir. Si se suprime la potencia y dejamos el acto, no hay ya devenir. Transición al acto de lo que está en potencia, el hacerse no puede pensarse sin ambos ingredientes. Mas la potencia significa, respecto del acto, lo que todavía no es, mientras que el acto significa el ser efectivo. El hacerse mismo es un tránsito del no ser todavía al ser. ¿Cómo se realiza este tránsito? Únicamente pueden ensayarse dos posibilidades de explicación: el no ser se convierte en ser o por sí mismo, esto es, sin causa, o por otro, es decir, en virtud de una causa. La primera parte de la disyuntiva debe ser necesariamente eliminada. No hay ninguna razón para que lo que todavía no es devenga ser por sí mismo. Luego, debemos declarar verdadera la segunda parte: el no ser se convierte en ser por medio de otro, es decir, en virtud de una causa. Luego, todo lo que se hace requiere una causa.
    También requiere una causa todo lo compuesto. Tomamos aquí la composición en un sentido amplio, equivalente a la estructuración. En el examen de las cinco estructuras metafísicas, que nos ocuparon la sección segunda de este volumen, quedó reiteradamente expresado que donde hay composición hay, al menos, dos elementos mutuamente referidos y ordenados, comportándose entre sí como lo determinable y lo determinante, es decir, como la potencia y el acto. Trátase, pues, de elementos no sólo distintos, sino también diversos, opuestos o contrapuestos. Y como “diversa, inquantum huiusmodi, non faciunt unum”, es necesario hacer apelación a un principio extrínseco, es decir, a una causa, para explicar la estructura del ente particular. La unión incausada de lo diverso es imposible. La composición o estructuración de elementos diversos sólo puede hacerse merced a alguna causa eficiente. En fórmula apretada y exacta ha podido decir Tomás de Aquino: “omne compositum causam habet. Quae enim secundum se diversa sunt non conveniunt in aliquod unum, nisi per aliquam causam adunantem ipsa”.
    Los análisis que preceden nos llevan de la mano al establecimiento de la evidencia inmediata del principio de causalidad. Un juicio es directamente evidente cuando su verdad se manifiesta por el mero análisis de sus conceptos. Y acabamos de ver que con sólo descender analíticamente en el concepto-sujeto de los juicios en que se expresa el principio de causalidad, examinando el juego de las nociones de potencia y acto, implicadas en “lo que se hace” y en “lo compuesto”, se nos reveló la necesidad de una causa.
    Con todo eso, a quien negara semejante necesidad y admitiera un hacerse o un estructurarse incausados, podría colocársele en el disparadero de la contradicción y la absurdez con el siguiente razonamiento. Hay en todo hacerse donación y recepción. Ello implica que nada puede hacerse a sí mismo. Se daría lo que se recibe, y tendría lo que se da; poseería lo que adquiere y sería ya lo que deviene cuando debería no serlo para poder devenirlo. En una palabra: sería y no sería. Resulta igualmente fácil poner de relieve que la inmediata propiedad de lo compuesto es tener causa, de la que depende la unión.

    BIBLIOGRAFÍA
    Agréguense a los textos y estudios citados en el artículo las siguientes obras: R.Garrigou-Lagrange, Dieu, Son existente et sa nature, 1915.- J. Hessen, Das Kausalprinzip, 1928. L. Fuetscher, Die ersten Seins- und Denprinzipien, 1930.-J.Geyser, Das Gesetz der Ursache, 1933.-J.Mª Roig Gironella, Investigaciones metafísicas, 1948.

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