martes, 20 de mayo de 2008

INDICE GUIA DE PUBLICACION POR TEMA

Prologo
Filosofía del Ser móvil o sensible
Sobre el Conocimiento
Filosofía de Aristóteles y Santo Tomás
Filosofía del ser en cuanto tal. Crítica
Filosofía de Aristóteles y Santo Tomás. Intelectualismo moderado


Acerca de la distinción y especificación de las ciencias

Tratado de Metafísica. Ontología. Artículo I.- La ontología y su lugar en la metafísica

El dato inicial de la Metafísica
1.-Principio de Solución
2.-Doble temática de la cuestión.

El Dato inicial de la Metafísica (2)
3.-El ente, punto de partida
4.-La res sensibilis visibilis
5.-De la res sensibilis visibilis al ens commune

El contenido de la ontología
La triple temática del problema ontológico.
La unidad de la ontología


El ente trascendental
Existencia del ente trascendental


El verdadero objeto del metafísico
La intuición del ser en cuanto ser

El Ser como Ser... La Ciencia reina
Adjunto a este tema va la siguiente nota del mismo autor

Caminos concretos hacia esta intuición
Condición de utilidad
Análisis racional confirmativo
La intuición del ser en cuanto ser es una intuición eidética


Explicaciones sobre el ser en cuanto ser. Analogía
Esencia y existencia (La naturaleza del ser en cuanto ser)
Ser y tendencia
Ser y movimiento

Visualización Extensiva y visualización Intensiva
Ens absconditum

Naturaleza del ente Metafísico
La dilucidación de la naturaleza del ente
Aclaraciones nominales
Delimitaciones del ente
La naturaleza del ente


Las propiedades del ser y los primeros principios
El ser y los trascendentales
Propiedades trascendentales
Proemio

Reflexión sobre la intuitividad de los primeros principios
Nota personal (Propiedades y Principios)
Acerca del principio, que inmediatamente sigue al concepto del ente, o del principio de contradicción
.
La unidad y el principio de identidad
El principio de identidad en relación al de contradicción

La verdad. El principio de razón suficiente

La bondad y el principio de conveniencia
Acerca de la división del ente en potencia y acto
Acerca de la relación de la potencia al acto.

La contracción del ente a sus inferiores

Artículo II,- La analogía del ente
La analogía del ente
La analogía propia del ente
Las implicaciones de la intuición del ser

Las estructuras metafísicas del ente particular
Naturaleza de la estructura de esencia y existencia

Metafísica Especial Parte I Acerca del ente inmaterial creado Capitulo I
Acerca de la naturaleza del ente creado o de la potencialidad del ente creado.


De la división del ente creado en diez predicamentos
Acerca de los predicamentos en general metafísicamente considerados
De los predicamentos en especial De la sustancia.

De los Accidentes en General
Existencia de una estructura de naturaleza y legalidad
La estructura de naturaleza y legalidad El ente tendencialmente ordenado

La causalidad del ente
Existencia de la causalidad La doble perspectiva del problema
Naturaleza y división de la causalidad Causa y principio Causa y efecto
Las causas material, formal y ejemplar La causa material
La causa formal Noción y división
La causa ejemplar La causa formal extrínseca
Acerca de las causas del ente creado

Acerca de las causas en general
Acerca de la causa final

El principio de causalidad El Acaso
Sobre el principio de causalidad (G. Alvarez)
El principio de finalidad ( Segundo aspecto)
Acerca de la causa eficiente del ente creado

El conocimiento metafísico
El inteligible metafísico

BIBLIOGRAFIA DE AUTORES Y LIBROS










sábado, 17 de mayo de 2008

BIBLIOGRAFIA DE AUTORES Y LIBROS

Jacques Maritain:
Introducción a la Filosofía.
Siete lecciones sobre el ser
Breve tratado acerca de la existencia y de lo existente.
Los Grados del Saber

Ángel González Álvarez:
Tratado de Metafísica. Ontología.

Iosephus Gredt:
Elementa Philosophiae Aristotélico Tomisticae.

EL CONOCIMIENTO METAFISICO

A. Raïssa Maritain
Los grados del saber (J. Maritain)
Intelección dianoética e intelección perinoética

1.- Hemos tratado con cierta amplitud el problema de la filosofía de la naturaleza en sus relaciones con las ciencias porque la restauración de la filosofía de la naturaleza nos parece responder a un anhelo recóndito del espíritu contemporáneo y porque creemos que el realismo crítico de Santo Tomás es el único sistema capaz de asegurar el cumplimiento de tal anhelo, sin perjuicio de las ciencias experimentales ni de sus métodos, antes, por el contrario, con mucho provecho para las mismas. La teoría del conocimiento intelectual esbozada en el capítulo III nos ha permitido comprender cómo, según los principios de Tomás Aquino, podemos tener acerca de una misma realidad, que es el mundo de la naturaleza sensible y del movimiento, dos conocimientos complementarios: ciencias de la naturaleza y filosofía de la naturaleza.

Nos permite también comprender cómo sobre la filosofía de la naturaleza puede y debe elevarse el conocimiento metafísico. Según la terminología que hemos creído oportuno adoptar, el sujeto cisobjeticvo, capta, para convertirse en ellas intencionalmente, las cosas mismas o sujetos transobjetivos colocados en la existencia extramental, dándoles el carácter de objetos suyos, o situándolos para su uso –por medio del concepto o forma presentativa proferida- en la existencia de “conocido”, in esse objetivo seu cognito. Dicho sujeto cisobjetivo es a la vez espiritual y corporal: tiene sentidos y un entendimiento. Hemos llamado inteligible transobjetivo al conjunto infinito (transfinito) de sujetos que el entendimiento puede someter a sus aprehensiones inteligibles o que pueden ofrecérsele como objetos: entendemos por esto con toda precisión que los sujetos cuya esencia o. primer constitutivo inteligible puede de sí (aunque sólo en sus notas más universales), llegar a ser, en un concepto, objeto de dicha facultad; o bien por definición, aquellos sujetos que para la mente humana son en cierto grado cognoscibles “en sí mismos·” o por intelección dianoética. ( Nota: Entendemos con estas palabras (por oposición al conocimiento “ananoético” o por analogía por una parte, y por otra el conocimiento “perinoético” o por signos –suplencias), el modo de intelección en el cual el constitutivo de la cosa es objetivado en sí mismo (si no por sí mismo, por los menos por un signo que lo manifiesta, por una propiedad en el sentido estricto del término). No hemos elegido el vocablo “dianoético” para evocar la iaodivá (facultad de razonamiento), sino para asignar una intelección que, a través de lo sensible, capta la naturaleza o la esencia en sí misma). Son las cosas corporales que, pudiendo caer bajo la acción de los sentidos, pueden ser iluminadas también por la luz del entendimiento agente, y ofrecer así su esencia a las aprehensiones de la abstracción, al menos en cuanto aparece en su inteligibilidad cierta determinación del ser.

Es conveniente que a una inteligencia que se vale del sentido correspondan, como objeto naturalmente proporcionado, esencias sumergidas en lo sensible. Por esto decían los escolásticos que las esencias de las cosas corporales son el objeto connatural de nuestro poder de intelección. Nuestra inteligencia, sumergida en el océano de lo inteligible transobjetivo, ilumina las cosas materiales para descubrir su estructura escondida y poner en acto, en cuanto sea posible, la inteligibilidad que ellas abrigan en potencia; y por el raciocinio se transporta sin descanso hacia nuevas actuaciones de inteligibilidad.

La intelección dianoética, por lo mismo que emerge del conocimiento del sentido, nunca llega a conocer las esencias de las cosas corporales “por sí mismas” e inmediatamente; no es una visión de las esencias, un conocimiento que comienza desde el primer acto por lo íntimo, por el corazón mismo del ser, como el conocimiento no discursivo de los ángeles o el conocimiento perfectamente inmutable de Dios (o como el conocimiento que Descartes creía recibir de las ideas claras y distintas del pensamiento y de la extensión); no es conocimiento “central”, sino “radial”, va de fuera hacia dentro y no llega al centro, sino después de haber partido de la circunferencia: llega a captar la esencia, pero, como dice Santo Tomás, por medio de signos que la manifiestan y que son las propiedades. La caza de las definiciones se efectúa a través de la espesura de la experiencia. En efecto: llegamos a discernir, y podemos sintetizar en una definición la naturaleza de tal o cual ser después de haber experimentado en nosotros qué es la razón y reconocido en la posesión de esta facultad la propiedad principalissime del ser humano; pero por otra parte jamás podemos terminar de descubrir y devanar las virtualidades envueltas en esta definición.

2.- Convendría además distinguir dos modos de intelección dianoética según verse ésta sobre las naturalezas sustanciales y las realidades que son el objeto de la filosofía, o sobre las entidades matemáticas (las cuales, consideradas ontológicamente, y en cuanto son entia realia -“entes reales”-, son accidentes). En el primer caso, como acabamos de recordarlo, la esencia es conocida por los accidentes; en el segundo es conocidas como a pie llano, por su constitución inteligible misma, al menos en cuanto ésta es manifestada por medio de signos constructibles en cierta manera en la intuición imaginativa. Surge aquí, con todas sus dificultades, el problema de la intelección matemática. Las esencias matemáticas no son percibidas intuitivamente por dentro, lo cual sería propio de una matemática angélica y no humana; tampoco lo son por fuera, por lo que serían accidentes emanados de ellas, como la operación emana de la potencia activa y de la sustancia; tampoco son creadas por el espíritu humano del cual representarían solamente la naturaleza y las leyes. Diremos que ellas son conocidas y como descifradas como por vía de construcción a partir de elementos primeros abstractivamente desprendidos de la experiencia; esta construcción del inteligible que requiere o presupone a su vez una construcción, bajo una razón cualquiera, en la intuición imaginativa, es una reconstrucción respecto a las entidades matemáticas, que son esencias propiamente dichas (seres reales posibles), y una construcción respecto a las que son seres de razón fundados sobre dichas esencias. Así el espíritu se encuentra ante un mundo objetivo que tiene su consistencia propia, independiente de él, fundada en definitiva sobre la Intelección y la Esencia divina mismas, y que sin embargo él descifra deductivamente y como a priori. Tal intelección es aun “dianoética” (y no comprensiva o exhaustiva) en el sentido de que la esencia no es captada intuitivamente por sí misma (mediante una intuición no abstractiva que en un solo instante la agotaría), sino más bien constructivamente por sí misma (gracias a una construcción de nociones por otra parte ostensibles, al menos directamente, a la imaginación, que es todavía como una “corteza” mediante la cual es ella captada). Por muy lleno de misterios y de sorpresas para el espíritu que permanezca, en consecuencia, el mundo matemático, resulta, sin embargo, que mediante las reservas que acabamos de indicar, las entidades son concebidas (constructivamente) por sí mismas o por su propìo constitutivo inteligible. Por aquí se ve cómo el tomar la inteligencia matemática por tipo y regla de toda inteligencia, es caer inevitablemente, es desembocar en una concepción spinozista de la sustancia, que se considerará entonces como conocida o manifestada por su esencia misma (no por sus accidentes), o “concebida por sí”.

En lo concerniente a las esencias sustanciales, J. de Tonquédec tiene en verdad razón al observar contra Rousselot que “cuando se trata de pensar la sustancia”, aunque sea de la manera más imperfecta, jamás “se detiene uno en solo los accidentes”; eso sería contradictorio; las cosas se miran siempre más allá de ellos. Pero por otra parte, nunca hay un momento en el que el espíritu, habiendo dejado atrás los accidentes. “pase más allá” y “descubra” la sustancia desnuda. El encuentra el modo de ver más allá permaneciendo apegado al accidente. El espíritu salva siempre la valla de los accidentes, pero apoyándose en ellos. En cambio sería caer en un exceso contrario inferir de esto que nosotros “no captamos” las naturalezas sustanciales. Por el contrario, en virtud de que esta misma doctrina, es necesario decir que por la intelección dianoética –cuando es posible y en la medida en que lo es- nosotros aprehendemos las naturalezas sustanciales “en función y a través de sus propias manifestaciones, que son los accidentes”; ¿Cómo no serían “captadas, si son “manifestadas”? ¿cómo no serían “vistas”, puesto que el espíritu, “al permanecer unido al accidente”, encuentra el medio de ver más allá? Por las propiedades esas naturalezas son entonces alcanzadas en sí mismas, es decir,, en su constitutivo formal, en su constitución inteligible misma; y, de un modo parecido, las formas accidentales son también conocidas en sí mismas, por sus efectos propios.

3.- Por muy trabajoso que sea este conocimiento de las cosas, no por su esencia, sino en su esencia, esta intelección dianoética no se nos concede siempre, y se detiene normalmente, salvo en el mundo de las cosas humanas, en notas más universales que las notas específicas. En el universo de lo real sensible, lo hemos visto ya, nos es necesario contentarnos, por debajo del nivel de la filosofía de la naturaleza, con un conocimiento por signos –no ya por signos que manifiestan las diferencias esenciales, sino por signos que las reemplazan y son conocidos en lugar de ellas. Este conocimiento lleva sin duda a la esencia y la estrecha desde fuera, pero como a ciegas, sin poder discernir ni la esencia misma, ni las propiedades en el sentido ontológico del vocablo: conocimiento periférico o “circunferencial”, que se podría denominar perinoético, y del cual es un ejemplo lo que nosotros hemos llamado el análisis empiriométrico, y el análisis empirio-esquemático de las realidades observables. Minerales, vegetales o animales y la inmensa variedad de las naturalezas corporales inferiores a la naturaleza humana se niegan a mostrarnos al descubierto sus últimas determinaciones específicas.

Digresión escolástica
4.- Así se impone al espíritu una distinción capital entre el conocimiento de las esencias (sustanciales) por “signos” o accidentes (propiedades que las manifiestan, al menos en sus notas más universales (intelección dianoética), y su conocimiento por aquellos “signos” de los que hablaremos más adelante (y cada vez que, para abreviar, se dice “conocimiento por signos”) y que son conocidos en lugar de las naturalezas mismas, inaccesibles en tal caso en su constitutivo formal (intelección perinoética).
Hay aquí, en verdad, un problema importante, a cuya solución sería de desear se consagrasen nuevos estudios que, después de recoger cuantos dijeron los antiguos acerca de la jerarquía de las formas accidentales, dilucidaran metafísicamente la distinción (que no podría permanecer en estos términos metafóricos) entre accidentes más o menos “profundos” o “íntimos” y accidentes “exteriores” o “superficiales”.

Es claro que en un caso nos encontramos en presencia de caracteres fecundos para la explicación (de rationale se puede deducir docibile, risibile, etc.): en el otro, en cambio, con caracteres estériles que no pueden servir para dar razón de otra cosa; pero esto no es sino un signo de la diferencia buscada. La teoría del accidente propio y del accidente común constituye, según nuestra manera de ver, el nudo de la dificultad. Cuando el espíritu percibe una propiedad en el sentido estricto y filosófico (ontológico) de este vocablo, percibe una diferencia del ser, capta una forma accidental en su inteligibilidad y, por ella, la esencia (así captamos la naturaleza humana por la racionalidad; la naturaleza animal por la sensitividad): es lo que acaece en la intelección dianoética. Pero en otros casos las propiedades en el sentido estricto de la palabra permanecen inaccesibles, pues en su lugar se perciben, exclusivamente en cuanto observables o mensurables, verdaderos haces de accidentes sensibles (accidentes comunes, como por ejemplo las “propiedades” signaléticos: densidad, peso atómico, temperatura de fusión, de vaporización, espectro de alta frecuencia etc., que sirven para distinguir los cuerpos en química). Estos caracteres signaléticos reciben el nombre de “propiedades”, pero el alcance del nombre es aquí muy distinto y tan poco filosófico (ontológico) como el del vocablo “sustancia” en el léxico del químico. Ellos son a la vez los signos exteriores y las máscaras de las verdaderas propiedades (ontológicas); son propiedades empiriológicas, sustitutos de las propiedades propiamente dichas. El espíritu no ha podido descifrar lo inteligible en lo sensible, y se vale de esto mismo para circunscribir un núcleo inteligible que se substrae a sus alcances. Entonces es cuando decimos que la forma está demasiado profundamente soterrada en la materia para que pueda llegar hasta ella la luz de nuestra inteligencia. Mediante tales propiedades es imposible lograr la posesión, en cualquier grado que sea, de la naturaleza sustancial en sí misma o en su constitutivo formal: ella es conocida no por signos que la manifiestan sino por signos que la tienen oculta. Es lo que acaece en la intelección perinoética.

5.- Podría decirse, en definitiva, que todo signo (instrumental) manifiesta ocultando y oculta manifestando. En el caso de la intelección dianoética se trata más de signos que manifiestan, que de signos que ocultan; y en el de la intelección perinoética, en cambio, abundan más los signos que ocultan que los que manifiestan. Para fijar nuestro vocabulario, decimos que en la intelección dianoética las naturalezas sustanciales se conocen hasta cierto grado en sí mismas, por signos que son accidentes propios, propiedades en el sentido filosófico del vocablo (estas propiedades, a su vez, llegan a conocerse por otros accidentes que son las operaciones). En la intelección perinoética las sustancias y sus propiedades son conocidas por signos y en signos.

En virtud de una extensión autorizada por la indigencia del lenguaje humano, y una vez alejado todo peligro de falsa interpretación cartesiana o spinozista, pensamos que es lícito decir que en la intelección dianoética las esencias sustanciales son en cierto grado “descubiertas al espíritu, no ciertamente “en su desnudez” ni por dentro (ese era el error del intelectualismo absoluto de Descartes) sino por su exterior (los accidentes, por su parte, tampoco son conocidos en su intimidad, lo cual sería conocerlos como derivación de la sustancia, sino por las operaciones), Al afirmar que en la intelección dianoética las esencias son captadas “al descubierto”, no queremos de ninguna manera decir que son captadas “al desnudo” o por atributos que serían los constitutivos mismos de la sustancia, sino que son manifestados por sus accidentes propios. No desconocemos la imperfección de este (y de todo) vocabulario, pero estamos seguros de que las distinciones por él expresadas están fundadas en razones consistentes y son absolutamente necesarias en fuerza del desarrollo moderno de las ciencias experimentales, cuyo modo de concebir difiere esencialmente del modo de concebir filosófico.

La inteligencia humana y las naturalezas corporales
6.- ¿No es un escándalo que, teniendo nuestra naturaleza por objeto connatural las esencias de las cosas corporales, tropiece ante ella con tan serios impedimentos que deba contentarse, en un vasto sector de su conocimiento de la naturaleza, con la imperfecta intelección que nosotros llamamos perinoética”?
Si se reflexiona sobre esta paradoja, se llega a comprender inmediatamente que, para una inteligencia humana tomada en el estado de naturaleza, o mejor, de cultura primitiva, la ordenación natural de que hablamos se verifica en un plano muy diferente al del pensamiento didáctico, al cual el filósofo, en virtud de una especie de hábito profesional, se siente impulsado a trasladarse.

La actuación de los hombres primitivos respecto al río, al bosque, a los animales salvajes o a los destinados a la caza, su conocimiento diferencial extraordinariamente desarrollado de los caracteres de lo concreto, encierra un discernimiento intelectual totalmente práctico y encubierto en el ejercicio del sentido, pero muy preciso y exacto, de “lo que son” los seres de la naturaleza con los se relacionan. He aquí una humilde manera, enteramente precientífica, pero que, por más atenuada que se halle en la vida civilizada, sigue siendo siempre la primera y fundamental; con ella la inteligencia humana tiende primitivamente hacia la naturaleza de las cosas corporales. Hallamos un equivalente significativo en el conocimiento que el agricultor posee de las modalidades habituales de la tierra y el obrero experto, de las de su arte o de su máquina. Utilizando una distinción capital de Cayetano, decimos que en general una cosa es conocer una “quididad” y otra conocerla “quiditativamente”. Los tomistas enseñan que la inteligencia humana tiene por objeto connatural la esencia o la quididad de las cosas corporales; pero jamás han enseñado que ella deba conocer siempre ese objeto “quiditativamente”. Esto último es perfección del saber que puede no realizarse y que de hecho no se realiza sino dentro de ciertos límites bastante reducidos. El más humilde conocimiento humano, el conocimiento enteramente común o patrimonial encerrado en el lenguaje y en las definiciones nominales, contiene las quididades, pero de la manera más imperfecta y menos quiditativa, como un fardo de paja contiene una aguja.

La inteligencia humana cultivada y formada por las virtudes intelectuales, en virtud de la tendencia misma de su naturaleza, como principio radical, y de los hábitos que la perfeccionan, como principio próximo, se dirige a las esencias corporales para conocerlas científicamente, desarrollando de manera progresiva las posibilidades de la intelección dianoética. Pero, si para el detalle específico del mundo infrahumano, debe replegarse sobre los sustitutos empiriológicos mencionados, es porque, en verdad, su objeto más exactamente proporcionado en el orden de lo real sensible es el hombre mismo y el mundo propio que él representa. El espíritu va hacia el espíritu: el espíritu puro; el espíritu encerrado en el sentido, al espíritu forma de un cuerpo. Comprendamos que nuestra inteligencia orientada por la naturaleza, por el hecho de la unión con el cuerpo, hacia la periferia y hacia las naturalezas terrenas, debe cumplir el gran derrotero del conocimiento del mundo, conocimiento exuberante, vigoroso, admirable –engañoso en definitiva, ya se trate del conocimiento filosófico o del experimental-, para llegar al hombre y al alma; entonces, por un doble movimiento, penetrará en lo profundo para darse cuenta de las cosas del alma y para conocer las obras del hombre, por la filosofía reflexiva y por la filosofía práctica, ética, cultural, estética; y de ahí se elevará hacia las alturas para descubrir las cosas de Dios, para pasar a la metafísica. Tal es su trayectoria natural, en razón de la cual la figura de Sócrates queda siempre erigida en la encrucijada de nuestros senderos.

7.- Mas volvamos a la naturaleza de las cosas corporales. El universo de lo real sensible, lo sabemos ya, no es, con su doble valencia ontológica y empiriológica, sino el primer grado, o el área de abstracción menos perfecta, del conocimiento que adquirimos de estas naturaleza. Un segundo plano de inteligibilidad es el de lo preterreal matemático, ahí el espíritu se explaya en un mundo de entidades captadas primero en los cuerpos de la naturaleza, pero inmediatamente depuradas y reconstruídas, y sobre las cuales se edificarán sin fin otras entidades indiferentemente reales o “de razón”; este mundo nos desliga de lo real sensible, pero porque nosotros sacrificamos aquí el orden a la existencia. Por eso las filosofías a las cuales no se entra sino por la geometría culminan en el idealismo.





Mas hay un tercer plano de inteligibilidad que nos hace pasar más allá del mundo sensible sin renunciar al orden de la existencia y que nos introduce así en lo que es más real que lo real sensible, o en lo que funda la realidad misma de éste. Es, a continuación inmediata del plano de lo real sensible, el de lo transensible o de lo metafísico.







El Inteligible Metafísico

Cuando las cosas llegan a ser objeto de nuestro conocimiento no nos entregan su naturaleza determinada, específica o genérica, ya en sí misma, ya en un sucedaneo emperiológico. Antes de saber que Pedro es un hombre, ya lo he percibido como alguna cosa, como un ser. Y este objeto inteligible “ser” no es privilegio de una de esas clases de cosas que el lógico llama especie, género o categoría. Es universalmente comunicable; doy con él en todas partes: en todas partes el mismo y en todas distinto; no puedo pensar nada sin tenerlo presente ante mi espíritu, pues el impregna todas las cosas.

A esto los escolásticos llamaban un objeto de pensamiento trascendental. Santo Tomás ha descrito brevemente en el primer artículo del tratado de De Veritate el doble movimiento de reabsorción y de transgresión propia del ser como objeto de concepto, que se opone tanto a un monismo puro, como el de Hegel, cuanto a un puro pluralismo, como el de Descartes: porque el ser es un objeto de concepto primordial y común (difiere en esto de las naturalezas simples cartesianas) que (a diferencia de la idea hipostasiada de Hegel) es en sí mismo y desde el principio esencialmente diverso en los diversos sujetos en los que el espíritu lo encuentra. Lo primero que se conoce y en aquello en lo que se resuelve para el entendimiento todo objeto de pensamiento, es el ser.

Pero nada puede agregársele extrínsecamente para diferenciarlo; todo lo que lo diferencia mana de su propio seno, como uno de sus modos, presentado al espíritu como otro concepto: unas veces un modo especial de ser opuesto a otro modo de ser; un modo de ser que un sujeto tiene y otro no, y por donde se manifiesta la infinita multiplicidad de las esencias que dividen al ser (así, en el movimiento de nuestro pensamiento, el objeto de concepto “ser” absorbe en sí los géneros y las especies ); otras veces un modo coextensivo al ser, que posee todo sujeto que tiene el ser, y que constituye, por consiguiente , un objeto de pensamiento trascendental como él; y así tenemos las funciones del ser como tal, passiones entis, [ “las pasiones del ser” ], (así el ser se desborda a sí mismo en los trascendentales). Entre estos trascendentales se destaca una verdadera trinidad: el ser en sí mismo; luego con relación al espíritu, el cual es el único que puede enfrentar al ser con la misma amplitud: lo verdadero (ontológico), es decir, el ser como expresión de un pensamiento del cual dimana, y como inteligible en sí mismo precisamente en cuanto es; y el bien (metafísico), es decir, el ser como término en el cual puede complacerse el amor, y como apto para encender el deseo por lo mismo que es.

De donde vemos a la vez el valor y la imperfección de nuestro conocimiento y ante todo de la idea misma de ser, en relación a lo que es: la primera “formalidad” inteligible por donde lo que es se convierte para nosotros en objeto, y que es percibida en el concepto del ser, impregna todo lo real, es capaz de todo lo que es. Y sin embargo se la percibe en el concepto del ser como distinto ya ( con una distinción de razón) de las formalidades transcendentales ( afectadas por las ideas de unidad, verdad, bien, etc.) que se identifican en ellas con lo que es. Aristóteles comparaba las esencias específicas a los números enteros; así como al agregarse una unidad queda constituído otro número, toda diferencia específica constituye una nueva esencia. Podríamos comparar los trascendentales a conjuntos transfinitos de idéntica potencia. El conjunto transfinito de números pares tiene idéntica potencia que el conjunto transfinito de números enteros; el ser, o lo verdadero, o el bien, tiene cada uno por sí solo tal amplitud como los tres reunidos.

Por la percepción de la naturaleza genérica o específica la inteligencia aprehende ya en un individuo algo más que a él mismo; se posesiona de un objeto de concepto universal, comunicable a todos los individuos de idéntica especie o del mismo género, y que se llama unívoco, puesto que, presentado al espíritu por una pluralidad de sujetos transobjetivos y restituído a éstos en juicios, es pura y simplemento uno y el mismo en el espíritu. Es un unum in multis, [ “uno en muchos” ], un invariante sin multiplicidad actual realizado en muchos y que, por esto mismo, establece entre ellos una comunidad de esencia. Pero por la percepción de los transcendentales nosotros aprehendemos en una naturaleza algo más que a ella misma, adquirimos un objeto de concepto no sólo transindividual, sino también transespecífico, transgenérico, transcategórico, como si al separar un poco de hierba hiciéramos salir de ella un pájaro más grande que el mundo.

A tal objeto de concepto le llamamos sobreuniversal. Los escolásticos lo denominan análogo, es decir, realizado de diversas maneras, pero según proporciones semejantes en los diversos sujetos en donde se halla. Precisamente en cuanto que es objeto de concepto difiere esencialmente de los universales, no sólo porque tiene una amplitud más vasta, sino también y primeramente, y esto es lo que interesa en primer término, porque no es como ellos pura y simplemente uno e idéntico en el espíritu (digamos monovalente), sino que es polivalente, y envuelve una multiplicidad actual: el pájaro del cual hablábamos hace un instante es a la vez una bandada.

Procuremos comprender el misterio propio de estos objetos transcendentales. Cuando al mirar un hombre pienso: “es un ser” o “existe”, percibo cierto ser determinado, finito, perecedero, carnal y espiritual, sujeto al tiempo y, como diría Heidegger, sometido a la angustia, y a la vez cierta existencia calificada de un modo semejante. Pero el objeto análogo “ser”, “existencia”, así pensado por mí, desborda este analogado, de tal suerte que se encontrará también –intrínseca y propiamente- en analogados que difieren del hombre por su ser mismo y su manera misma de existir; todo lo que diferencia un canto rodado de un hombre es ser, como todo lo que diferencia a un hombre de un canto rodado; si hay electrones, un electrón es un ser finito, corporal e imperecedero, librado al tiempo, mas no a la angustia; si hay ángeles, un ángel es un ser finito, incorpóreo y superior al tiempo; todo lo que divide a estos seres unos de otros es ese mismo ser que vuelvo a encontrar –variado- en cada uno de ellos.

Basta que fije mi atención en él para ver que es a la vez uno y múltiple: sería pura y simplemente uno si sus diferenciaciones no fueran todavía el mismo, o dicho de otra manera, si el análogo presentado al espíritu abstrayera completamente de los analogados; si yo pudiera pensar el ser sin que al mismo tiempo se presentaran a mi espíritu ( que mi atención vaya de hecho hacia ellos o no, es accidental) ciertas maneras esencialmente diferentes con las cuales este objeto de concepto puede realizarse fuera del espíritu. Sería pura y simplemente múltiple si no transcendiera sus diferenciaciones o, en otras palabras, si el análogo presentado al espíritu no abstrayera en ninguna manera de los analogados: en tal caso el término “ser” sería puramente equívoco y mi pensamiento se pulverizaría; no podría ya pensar y decir: “Pedro es hombre y este color es verde”, sino solamente: ¡ah. ah…!

El concepto de ser ( y lo mismo acaece con todos los conceptos transcendentales esencialmente sobreuniversales o análogos, con la “analogía de proporcionalidad propìa” de los escolásticos, la única que aquí nos interesa), el concepto de ser es pues implícita y actualmente múltiple, en cuanto no hace abstracción sino incompletamente de sus analogados, y en cuanto, a diferencia de los conceptos universales, envuelve una diversidad que puede ser esencial y abrir hiatos infinitos, distinciones abismales en la manera como se realiza en las cosas; y es también uno bajo cierta relación, en cuanto abstrae incompletamente de sus analogados, y se separa dice ellos sin llegar a ser concebible fuera de los mismos, como atraído, sin lograr darle alcance, hacia una unidad pura y simple, la única que podría presentar al espíritu, si éste pudiera verla en sí misma –y sin concepto-, una realidad que sería a la vez ella misma y todas las cosas. (Es decir que el concepto de ser exige hacerse sustituir por Dios claramente contemplado y desaparecer ante la visión beatífica).

Se dice que es uno con una unidad de proporcionalidad, de manera que el ser hombre es a su existencia de hombre como el ser guijarro es a su existencia de guijarro, y como el ser ángel es a su existencia de ángel. Significa, pues, no precisamente un objeto, sino una pluralidad de objetos, uno de los cuales no puede presentarse ante el espíritu sin llevar consigo, implícitamente, a los otros, puesto que todos están ligados en cierta comunidad por la similitud de las relaciones que mantienen con términos diversos.

Al ser “sobreuniversal” o “polivalente”, un objeto de concepto transcendental no es unum in multis [“uno en muchos”] sino como una variable que envuelve una multiplicidad actual y realizada en muchos sin establecer por eso entre ellos una comunidad de esencia. No es análogo a la manera de un objeto de concepto primitivamente unívoco que una metáfora hace convertir después, pero de una manera extrínseca e impropia, a sujetos transobjetivos distintos de aquellos en los cuales él antes había sido captado.

Conviene intrísecamente y con propiedad (es decir, no por metáfora) a todos los sujetos a los cuales se puede atribuir, puesto que es análogo primitivamente y por su esencia; desde el primer instante en que lo percibe el espíritu en un sujeto, lleva en sí la posibilidad de ser realizado según su significado propio (formaliter, dicen los escolásticos) en sujetos que por su esencia difieren absoluta y totalmente de aquél.
Tales objetos son transensibles porque, realizados en lo sensible donde los percibimos se ofrecen al espíritu como transcendiendo todo género y toda categoría y pudiendo ser realizados en sujetos de una esencia muy diferente de la de aquellos en donde son aprehendidos.

Es muy digno de notarse que el primer objeto percibido por nuestro espíritu en las cosas, el ser, -que no puede engañarnos puesto que, siendo el primero, no podría envolver construcción efectuada por el espíritu ni, por consiguiente, posibilidad de composición engañosa- lleva en sí el signo de que son pensables y posibles seres de un orden diverso al orden sensible.

Comprendiendo bien que no se trata aquí sino de una posibilidad enteramente indeterminada. Tal sujeto incorpóreo determinado ¿es positivamente posible? No lo sabemos sino al saber que existe: concluimos así ab actu ad posse, [”del acto a la posibilidad”]. ¿Existen tales sujetos incorpóreos? ¿almas humanas? ¿puros espíritus creados?, ¿Ser de por sí increado? Podemos saberlo tan sólo razonando a partir de los datos que se nos han dado de hecho en la existencia sensible.

Siendo el ser el primer objeto percibido por la inteligencia, claro está que no se lo conoce en el espejo de cualquier otro objeto conocido con anticipación; se lo percibe en las cosas sensibles por intelección dianoética: así como una naturaleza genérica o específica es conocida en sí misma por la propidadd que denuncia su diferencia esencial, así también al análogo (analogum analogans) se lo conoce en sí mismo por aquel de sus analogados (analoga analogata) que primero cae bajo la acción de los sentidos: nuestro poder de percepción abstractiva deja detrás a este mismo analogado que le sirve de medio, para captar en su transcendencia el análogo del cual él no es sino una de sus posibles realizaciones.

Hay aquí una percepción intelectual del ser, que, envuelta en todos nuestros actos de inteligencia, gobierna de hecho, desde el principio, todo nuestro pensamiento, y que, despojado por sí misma mediante la abstracción de lo transsensible, constituye nuestra intuición filosófica primordial, sin la cual nos es tan imposible adquirir la ciencia de las realidades metafísicas como a un ciego de nacimiento adquirir la ciencia de los colores. En esta intuición metafísica el principio de identidad: “el ser no es el no-ser”, “todo ser es lo que es”, no es conocido sólo in actu exercitu [ “prácticamente”] y como una inevitable necesidad para el pensamiento; es visible su necesidad ontológica misma, porque la primera ley del ser no es un principio lógico, sino un principio ontológico (metalógico); y por eso, cuando se lo transfiere al orden lógico, en donde llega a ser principio de no contradicción: non est affirmare et negare simul, [ “no es afirmar y negar simultáneamente” ], es también la primera ley del espíritu. Intuiciones semejantes a éstas, que se refieren a los aspectos primeros del ser ( y provocadas en el espíritu por algún ejemplo sensible), originan los demás axiomas metafísicos, verdades conocidas de sí por todos o al menos por los sabios.

Muchos de los que se precian de filósofos se glorían, es cierto, de poner en duda estos axiomas, sin darse cuenta siquiera de que así hechan por tierra su propia cátedra; prueban tan sólo que tales intuiciones son irreemplazables: se las posee o no; el razonamiento las supone y puede conducirnos a ellas aclarando el sentido de los términos, pero jamás las suple.

Los primeros principios se perciben intelectualmente, de una manera muy distinta de la comprobación empírica; yo no veo una cosa que es sujeto en la que otra que es predicado se halla contenida como dentro de un cofre; veo que la constitución inteligible de uno de estos objetos de pensamiento no pueden subsisitir si el otro no se presenta como abarcándolo o siendo abarcado por éste; no hay aquí una simple verificación, como ocurre con un hecho conocido por los sentidos; es la intelección de una necesidad. Asimismo los primeros principios se imponen absolutamente, en virtud de la noción misma de ser; su autoridad es tan independiente y se halla tan arraigada en el puro inteligible; proviene tan poco de una simple generalización inductiva o de formas a priori destinadas a subsumir lo sensible que desconciertan en cierto modo a las apariencias sensibles , y no se prestan de buen grado a aclarar la manera con la que regulan las cosas; yo afirmo el principio de identidad y contemplo mi rostro en un espejo; ha envejecido; ya no es el mismo.

En fin, los primeros principios, al igual que el mismo ser, son análogos. Todo ser contingente tiene una causa, pero el objeto de pensamiento “causa” es polivalente como el objeto de pensamiento “ser”; como hay maneras esencial y absolutamente diferentes de ser, hay también maneras y absolutamente diferentes de causar; restringir el vocablo causa a las solas causas mecánicas, por ejemplo, sea para someter todas las cosas al determinismo universal, sea para negar por el contrario el valor del principio de causalidad, es desconocer esta analogía y alejar de sí la posibilidad de pensar metafísicamente. En virtud del carácter esencial e inevitablemente análogo del objeto sobreuniversal hacia el cual tiende, el axioma de identidad es al mismo tiempo el axioma de las irreductibles diversidades del ser; si cada ser es lo que es, no es lo que son los otros.

Esto no lo ven aquellos filósofos que, siguiendo a Parménides, exigen a este principio la reducción de todo a la unidad absoluta. Lejos de reducir todas las cosas a la identidad, él es en nuestro espíritu, al mantener la identidad de cada una, el guardián y el protector de la multiplicidad universal. Y si obliga a la inteligencia a afirmar el Uno transcendente, es porque esta misma multiplicidad lo exige como indispensable para salvar su exitencia.

En cierto sentido nada hay más pobre que el ser en cuanto ser; para percibirlo es preciso prescindir totalmente de todo lo sensible y de lo particular. Pero bajo otro aspecto es la noción más consistente y más firme: en todo lo que nosotros podemos saber, nada hay que no dimane de ella. Esta firmeza es inconcebible para a aquellos que toman el ser por un unívoco y que hacen de él un género, el más vasto y el más desnudo. Estaría entonces, como Hegel lo considerara, en el límite de la nada, y hasta sería indiscernible de ésta. Porque es análogo es al contrario, un objeto de pensamiento consistente y diferenciado sobre el cual puede arraigar una ciencia, sin hipertrofiarse por esto en un panlogismo destructor de las esencias.

Por eso el ser en cuanto ser es un maná poco sabroso para los espíritus que añoran las cebollas de la experiencia. Ya Descartes juzgaba suficiente haber considerado una sola vez en su vida las verdades primeras sobre las cuales se basa la Física y consagrar pocas horas al año a la Metafísica, reducida ya así a una justificación de la ciencia. Después de Hume y Kant muchos filósofos negarán a la existencia toda inteligibilidad propia, para no ver en ella sino un concepto vacío o una pura posición sensible o un sentimiento pragmático. Es difícil encontrar un error más radical y que más ofenda a la inteligencia. No solamente la noción de existencia ( y la del ser, puesto que el ser es lo que existe o puede existir) tiene un contenido inteligible absolutamente primordial: si la existencia en cuanto ejercida no ofrece a la aprehensión del espíritu otro contenido que la existencia como significada o representada ( de suerte que de la noción de un Todo Perfecto que posea necesariamente la existencia entre sus perfecciones, yo no puedo concluir que ese Todo Perfecto deba efectivamente existir), en cambio la existencia como representada es para el espíritu algo muy diferente de la no-existencia; hay mucho más en cien pesos existentes que en cien pesos posibles. Pero la existencia es, además, la perfección por excelencia y como el sello de todas las demás perfecciones, si es verdad que medio peso existente vale más que cien pesos simplemente posibles y que un perro vivo más que un león muerto; sin duda ella no dice de suyo sino una positio extra nihil, una [“posición fuera de la nada”], pero es la positio extra nihil de esto o aquello; y poner fuera de la nada una mirada o una rosa, a un hombre o a un ángel, es algo esencialmente diferente, puesto que es la actuación misma de toda la perfección de cada uno de estos sujetos esencialmente diversos. La existencia misma diversificada y admitiendo todos los grados de intensidad ontológica a la medida de las esencias que reciben, si en alguna parte se encuentra en estado puro, sin esencia distinta de ella que la reciba, o en otras palabras, si existe un ser cuya esencia sea existir, debe identificarse ahí con un abismo absolutamente infinito de realidad y perfección.

El ser separado en cuanto tal por la abstractio formalis, el ser con sus propiedades transcendentales y las diversas facetas que presenta en el conjunto total de las cosas, constituye el objeto propio de la metafísica. No hay aquí géneros supremos como las categorías, en donde el espíritu no percibe sino los primeros lineamientos de objetos de conocimiento (las naturalezas de las cosas), que no son completos sino en el grado específico, y se contenta, en consecuencia, con un conocimiento extremadamente incompleto en cuanto conocimiento de lo real. El objeto de la metafísica no es en modo alguno el mundo de lo universal conocido de la manera más general y, por consiguiente, la menos determinada; en otros términos, dicho objeto no lo constituyen los cuadros genéricos de las cosas de la naturaleza; se trata de otro mundo muy diferente, el mundo de lo sobreuniversal, el mundo de los objetos transcendentales, que, aislados en cuanto tales, no exigen, como los géneros, completarse por diferenciaciones progresivas que sobrevienen, por decirlo así, de fuera, sino que ofrecen un campo de inteligibilidad que tiene en sí mismo sus últimas determinaciones, y pueden realizarse fuera del espíritu en sujetos individuales que no caen bajo la acción de los sentidos, y se hallan substraídos a todo el orden de los géneros y a las diferenciaciones del mundo de la experiencia. Por eso la metafísica es un saber perfecto, una verdadera ciencia.

No sin razón Aristóteles estudiaba las categorías en lógica, en cuanto que el conocimiento de ésta proporciona los primeros instrumentos del saber, introduce a la ciencia de las cosas. Si la metafísica estudia la sustancia, la cualidad, la relación, etc.., si la filosofía de la naturaleza estudia al sustancia corporal, la cantidad, la acción y la pasión, etc., es desde otro punto de vista, a saber, en cuanto son otras tantas determinaciones ya del ser en cuanto ser, ya del ser móvil y sensible (en este último caso, lo hemos visto ya, el saber no es completo en su orden si no se agrega al conocimiento el de las ciencias experimentales). El alma humana, en cuanto es un espíritu y en cuanto es capaz de actividades completamente inmateriales en sí mismas, así como de una subsistencia del todo inmaterial, es un objeto metafísico; la antropología está así en la frontera de la filosofía de la naturaleza y de la metafísica; por ella la filosofía de la naturaleza se termina y corona en la metafísica.

El campo de la sabiduría metafísica misma comprende el conocimiento reflexivo de la relación del pensamiento con el ser (crítica)), el conocimiento del ser en cuanto ser (ontología en sentido estricto), el conocimiento de los puros espíritus y el conocimiento de Dios según sean, uno y otro, accesibles a la sola razón (pneumatología y teología natural).

Como las matemáticas, la metafísica emerge por encima del tiempo; al hacer brotar de las cosas un universo de inteligibilidad distinto de las ciencias experimentales ( y del de la filosofía de la naturaleza ), percibe un mundo de verdades eternas, cuyo conocimiento vale no sólo para un determinado momento de realización contingente, sino para toda existencia posible. A diferencia de la filosofía de la naturaleza, para establecer estas verdades superiores al tiempo, no tiene ella necesidad de circunscribirse a las verificaciónes de los sentidos. Pero a diferencia de las matemáticas, cuando establece estas verdades, tiene en vista siempre sujetos que existen o pueden existir. Dicho en pocas palabras: no hace abstracción del orden de la existencia. Lo preterreal matemático no implica la materia en su noción o definición; pero, encerrado en un género, no puede existir ( cuando puede) sino en la materia.

Lo transensible metafísico, por ser transcendental y polivalente (análogo), no sólo está libre de la materia en su definición o noción, sino que puede también existir sin ella. Por esto el orden de la existencia está en la entraña misma de los objetos de la metafísica. Admitir como objeto seres de razón sería indigno de la ciencia del ser en cuanto ser. Si por lo demás, como antes lo observamos, la metafísica desciende hasta la existencia en acto de las cosas extratemporales, no significa solamente que la existencia en acto es el signo por excelencia de la posibilidad intrínseca de existir; quiere decir también y sobre todo que la misma existencia es, como ya lo hemos indicado, el sello de toda perfección y no puede permanecer fuera del campo del más elevado conocimiento del ser.

EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD

EL ACASO
J. Maritain ( 7ª lección)

El principio de causalidad.
Como lo señaláramos al fin de la lección anterior, es necesario abandonar la consideración del ser en toda su amplitud analógica absolutamente universal, con esa universalidad que abarca las profundidades del ser increado y los inmensos aunque reducidos alcances del ser creado; el radio de aplicación del principio de causalidad es el segundo de los dos universos, el ser contingente, o sea aquel que no es a se, que no tiene en sí su razón de ser.

En efecto.
La noción de ser se divide ante el espíritu en ser por sí, o absolutamente necesario (y esto aun antes que hayamos nosotros establecido la existencia de un ser por sí) y en ser que no es por sí, o sea en ser contingente. Para decir mejor ( idéntica división expresada de otro modo, de una manera más técnica), el ser se divide en ser en acto puro o en ser mezclado a cierto grado de potencialidad bajo cualquier título. He aquí lo que queremos considerar; nos ocupamos del segundo miembro de ésta división, del ser mezclado de potencialidad y, por lo mismo, no dotado de aseidad.
Nos encontramos siempre ante la verdad de que el ser es más rico que sus objetivaciones, de suerte que, en los primeros juicios intuitivos, en los cuales lo tomamos, se divide en dos objetos de pensamiento distintos cuya identidad in re reconocemos inmediatamente. El ser contingente, el ser que no es por sí, el ser que puede no ser, este objeto de pensamiento que ahora nos ocupa, se divide, ante la consideración de nuestra inteligencia, en dos objetos conceptuales distintos: “ser contingente puesto en la existencia”, por una parte; y por otra el “ser causado”, es decir, “dotado de una razón de ser realmente diferente de sí mismo”.

Teniendo bajo la mirada de nuestro espíritu estas dos nociones, vemos que ambas se identifican necesariamente en el ser extramental y formulamos el principio: todo ser contingente tiene una razón de ser distinta de sí mismo, o extrínseca, es decir, una causa eficiente (1); el principio en cuestión es evidente en sí mismo (2); y, como los principios ante expuestos, puede, por reducción al imposible, trasladarse al principio de identidad.

Nota:
(1) * El principio de causalidad, siendo un juicio analítico absolutamente cierto, es indemostrable e irrefutable. Las nociones “ente existente que comienza” y “ente contingente” contienen un necesario orden de dependencia de la causa eficiente.
Para Kant es un juicio sintético a priori, pues, -dice- si bien la experiencia nos proporciona los polos o extremos del juicio, la relación de causa es creada a priori por la razón, la cual aplica ciegamente a los datos de la experiencia una forma innata.
Para el positivismo existe sólo la sucesión más o menos uniforme de los fenómenos experimentales; la causa no es sino un objeto después del cual sigue otro, de tal manera que la presencia del primero nos mueve a pensar en el segundo (Hume).

(2) * “El devenir es la unión de lo diverso; comprende, en efecto, dos elementos: la potencia y el acto. Por una parte, lo que ya es, no deviene (ex ente non fit ens quia iam est ens); Por ora parte, nada puede venir de la nada ( ex nihilo nihi fit). Luego lo que deviene no puede venir sino de un intermediario entre el ser determinado y la pura nada; este intermediario entre el ser determinado y la pura nada es la potencia. El devenir es así para el acto el tránsito de la indeterminación a la determinación, de la potencia al acto; y como la potencia no es en sí el acto, es ncesario un principio intrínseco que la determine o la actualice (ens in potentia non reducitur in actum nisi per aliquod ens in actu). Este principio determinante o activo recibe el nombre de causa eficiente”. (Garrigou-Lagrange, Le Sens commum…, )

(Continúa el autor).
Mas, ¿por qué? Porque si suponemos un ser contingente, un ser que puede no ser, es decir, un ser que no tiene en sí mismo toda la razón suficiente de su ser ( un ser que no es por sí mismo) y al mismo tiempo pensamos que ese ser que ( por definición) no tiene en sí mismo toda su razón de ser tampoco la tiene fuera de sí, carece por lo mismo del principio de razón suficiente, y el carecer de principio de razón suficiente es una ofensa al princpio de identidad: Razonando así, no pretendemos demostrar el principio de causalidad, sino reducir su contradictorio al imposible.

Habéis reparado ya que, en todo lo dicho, no hemos recurrido a ninguna amputación espacial, como las que la filosofía de M. le Roy atribuye al pensamiento conceptual y singularmente al principio de causalidad; ni tampoco a ninguna generalización de una experiencia psicológica, generalización que se podría, con mayor o menos verosimilitud, tachar de antropomorfismo. No hemos pensado ni en una bola que choca contra otra, ni en esfuerzo muscular que produce tal o cual efecto y sentido por nosotros en el momento en que la efectuamos. Nos hemos atenido, por el contrario, a la noción de razón suficiente en toda su generalidad abstracta, a saber: aquello por lo cual alguna cosa es, en el sentido más general, aquello por lo cual una cosa puede ser agotada en cuanto a la inteligibilidad, aquello por lo cual puede procurar a la inteligencia un reposo y una saciedad totales.

Esta es la noción que ha sido simplemente determinada con anticipación por nosotros, cuando agregamos la nota “distinta de la cosa de la cual es razón”, razón de ser “extrínseca al ser contingente considerado”.

Igualmente se puede observar que el principio de causalidad deriva tan poco de una generalización empírica o psicológica, que se plantea una verdadera dificultad cuando intentamos unirlo a la experiencia; quiero decir que cuando buscamos ejemplos concretos del principio de causalidad, cada uno de los ejemplos acusa un déficit en tal o cual punto. Si consideramos el ejemplo de un cuerpo que tropieza con otro, sabemos bien por una larga experiencia, que el porqué del movimiento adquirido por el segundo cuerpo está escondido allí, sabemos muy bien que el choque es la causa del movimiento del segundo cuerpo, pero no sabemos en qué consiste esta causa, esta razón de ser; esto es algo muy misterioso y, bajo este aspecto, el ejemplo buscado es muy deficiente.
Observad que uno de los ejemplos de los empiristas, de David Hume entre otros, consiste en proceder como si debiera transferirse la racionalidad y la evidencia inmediata , propia del principio de causalidad, a cada uno de los casos particulares, en los cuales se halla aplicado el principio. Nos dicen entonces: ¿pero del hecho que una bola choca contra otra descubrís a priori la exigencia inteligible del movimiento de esta segunda bola?

El solo examen de las nociones de “ser contingente” y de “ser causado”, recientemente mencionadas, nos dice muy bien que ambas están necesariamente ligadas entre sí y que la una exige la otra, porque debe dar razón de su posición en la existencia, pero esto no quiere decir que sepamos en qué consiste, en cada caso particular, esa razón de ser. Desde el punto de vista de los ejemplos, se podría observar, a modo de paréntesis, que existe cierta ventaja por parte de la psicología. Tomemos un ejemplo; “he dicho esto porque así lo he querido” ( si se trata al menos de un acto de voluntad razonable y deliberado); entonces vemos mucho mejor cómo el efecto, a saber, el acto realizado, depende de su causa, de la misma voluntad deliberada como de su razón. Pero aun aquí hay una parte de misterio ya sea en la acción de la causa, de la voluntad libre, ya en la manera cómo esta decisión se traduce al exterior por tal o cual operación material.

Parece general que el misterio del ser se esconde en tinieblas más densas cuando pasamos al principio de causalidad. Podemos decir que esto es así porque se trata de un principio ante todo existencial; siempre, en toda posición existencial, late un misterio especial, ya que el ser es el efecto propio de la causa primera; y las causas segundas producen sus efectos, en tanto son capaces de hacer existir algo en cuanto son movidas por Dios. Nota del autor: por eso observa el Angélico que la Causa primera obra en el efecto de un modo más inmediato y eficaz que la misma causa segunda (De Potencia,..)

Por consiguiente, en una posición existencial, en la vocación efectiva a la existencia hay algo que sobrepasa lo que una causa segunda por sí sola, sin premoción de la causa primera, podría procurar y que, en cierto modo, se refiere al misterio del acto creador.
El que un ser no tenga de sí la razón de su posición en la existencia, el que su propia suficiencia ontológica, si así me es permitido hablar, esté fuera de sí mismo y le sea dado por otro, lo admitimos como necesario al ser contingente; pero…¿cómo comprender esto? Ante todo no debemos creernos capacitado para comprenderlo mediante imágenes que circunscriben el espíritu al ámbito de lo empírico y le dan la ilusión de una falsa claridad, lo cual simplifica notablemente la tarea de los nominalistas, criticista, etc.
Si nos mantenemos en el ámbito de lo inteligible, haciendo honor al misterio, entonces nos percatamos de que es posible entrar un poco en el misterio inteligible, a condición de valernos de las llaves, antaño forjadas por Aristóteles, del acto y la potencia, y de reconocer el carácter dinámico del ser, esa compacta raigambre de la tendencia, de la inclinación, del amor, sobre la cual hemos insistido en la lección anterior.

El principio de causalidad: “todo ser contingente tiene una causa” puede resumirse, de una manera más filosófica, en función de las nociones de acto y potencia. Diríamos entonces: “todo ser compuesto de potencia y acto, en cuanto es potencia no pasa por sí mismo al acto, no se traduce en acto por su propia virtud sino que pasa por otro ser en acto que es la causa de la mutación.. Nihil reducit se de potentia in actum”.

Vemos entonces que ningún ser puede causar si no está en acto y si una potencia, una disponibilidad correspondiente, no le da cabida a su acción. Se comprueba que el ser en cuanto agente es en sí mismo una inclinación a comunicar un bien, de tal suerte que los filósofos que desprecian este aspecto dinámico del ser y se representan el ser como un mundo de estabilidades geométricas, tomadas bajo el estado de abstracción que tienen en nuestro espíritu y desprovistas de toda tendencia y de todo amor consubstancial, deben, como Malebranche, escandalizarse de la causalidad.

Se comprende que la comunicación de ser y de bien exigida por la relación de causa a efecto no es la transmisión de no sé qué entidad inteligible (¿sólida o líquida?) que pasaría de la una al otro, sino una comunidad de actuación que es a la vez la perfección última del agente (transitivo) y del paciente; pues uno y otro comunican así en un mismo acto, ya que la acción del agente está en el paciente, actio agentis est in passo. (En el caso de una acción inmanente virtualmente transitiva, esta acción se cumple como tal en todo su alcance en el agente, cuando éste despierta en el paciente la actualidad que lo perfecciona y se hace presente a él –el cual no es en si mismo sino una obediencia ontológica a tal acción.)

Se ve que toda causa creada, más que el efecto en cuanto causa, y sin embargo menos que ella misma más el efecto, en cuanto creada, necesita, para obrar, ser en sí misma perfeccionada y actuada por otra; de tal manera que, en definitiva, nada se produciría en este mundo, ni el más leve movimiento de una hierba, ni la más ligera onda en el agua rizada por el viento, ni el más tenue estremecimiento de la sensibilidad, ni el más insignificante acto del entendimiento y de la voluntad, si el universo entero no estuviera abierto a la acción (virtualmente transitiva) del Acto puro ( que lo toca, decía Aristóteles, sin ser tocado), si una ola continua de causalidad no estuviera sin cesar corriendo sobre las cosas desde el seno mismo de la Inteligencia y Amor Subsistente. A este fluir continuo y providente llamamos, en términos bárbaros, la premoción física.

SOBRE EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD
Tratado De Metafísica. Ontologia.
De Gonzalez Álvarez.
1. Historia.

  1. La importancia metafísica del principio de causalidad es superior a toda ponderación. Sólo si él tiene realidad y validez podremos trascender la ontología y adentrarnos en la teología natural. Su negación coincide normalmente con la negación de la metafísica misma, a la que habría que declarar carente de sentido y vacía de significación. Por otra parte, entre quienes aceptan la validez del principio metafísico de causalidad, se entablan discusiones sobre su formulación, su peculiar modalidad, y sobre su fundamentación. Aún debemos advertir que esta cuestión ha adquirido en tiempos todavía recientes una vigencia renovada. Es, pues, un problema de palpitante interés y actualidad. Toda la temática que encierra puede ser trenzada a esta triple rúbrica: la historia, las formulaciones y la validez metafísica.
  2. La historia del principio de causalidad es tan rica en episodios que su narración exigiría las páginas de todo un libro. En general, ha seguido los cauces de la del concepto de causalidad misma que describimos más atrás. Apoyados en ella, podemos limitarnos aquí a unas notas primordiales, referida únicamente a los filósofos. Como entonces, el primero que debe ser citado es Platón, por haber indicado, en el Filebo, que todo lo que ha llegado a ser tiene necesidad de una causa. Debió parecer al divino Platón tan evidente y natural su propia fórmula del principio de causalidad que ni siquiera se detiene a proporcionarle fundamentación alguna. Esta tarea se la reservó Aristóteles. Ya quedó señalado que la primera fundamentación de la doctrina de la causalidad con todo el rigor posible se debe precisamente al Estagirita. En el capítulo I del libro VII de la Física nos ofrece esta profunda fórmula ontológica del principio de causalidad, frecuentemente mal entendida y peor interpretada en el decurso histórico: “todo lo movido tiene que ser movido por otro. Semejante principio expresa la profunda conexión entre el devenir y la causalidad. Su fundamentación hácela Aristóteles poniendo en juego la doctrina del acto y la potencia que él mismo descubrió, precisamente al intentar dar razón del movimiento como acto del móvil, es decir, de la transformación de los seres y de la actualización de sus potencias. Por potencial, lo devenido debe proceder de otro. La doctrina aristotélica de la causalidad toca la raíz misma del ser en devenir. Sin embargo, la fórmula del principio que la enuncia busca invariablemente la causa del devenir de los seres. El desarrollo de esta doctrina hasta la indagación de la causa del ser que deviene fue obra de la metafísica neoplatónica. El Uno de Plotino no es solamente la causa del devenir, sino también la causa del ser. La realidad plural de los seres exige ser explicada por la dependencia y, en consecuencia, por el influjo causal (emanatista o creador, poco importa por ahora) de la unidad más estricta. En la filosofía griega y helenística sólo los escépticos pusieron en duda la causalidad. Enesidemo y Sexto Empírico se esforzaron en probar que la actividad causal no puede tener valor objetivo. Trasladar al orden real una relación que el sujeto establece entre los datos de la sensación es un contrasentido y una contradicción.
  3. En la Edad Media, el principio de causalidad fue tratado en análogas dimensiones a las estudiadas. Ya indicamos que Algazel, sin caer en las exageraciones de los escépticos, negó la existencia de causas reales en este mundo y anticipó en muchos siglos la posición del ocasionalismo. Gracias a esa crítica, Averroes y Maimónides hubieron de defender la causalidad efectiva y su principio con validez objetiva. Mientras tanto, la escolástica del llamado período de la formación margina casi por entero el problema que nos ocupa. Tienen que llegar los grandes escolásticos del siglo XIII para que el principio de causalidad adquiera de nuevo la estimación que se merece. En un contexto aristotélico se funden ideas neoplatónicas y arábigo-judías amén de otras que proceden de la tradición patrística. En Santo Tomás, por ejemplo, se encuentra la fórmula aristotélica del principio de causalidad traducida, como es bien sabido, de esta forma: omne quod movetur ab alio movetur, e interpretada en el profundo sentido que habíamos advertido ya, según el cual el “movetur”significa una verdadera educción de la potencia al acto. Todo ser que pasa de la potencia al acto se halla bajo el influjo y la dependencia de una causa extrínseca que produce en él la perfección adquirida en el cambio. Otras veces, el principio aristotélico se traduce así: Omne quod fit, fit… ab alio sicut ab agente, o también. Omne quod fit habet causam. Pero ofrece, igualmente, Santo Tomás otras fórmulas más literalmente relacionadas con el ser, en alguna de las cuales el sabor neoplatónico y arábigo es indudable, Recojamos algunas tomadas al azar. Omnis res cuius esse est aliud quam natura sua, habet esse ab alio; nihil est causa efficiens sui ipsíus ; Omne compositum causam habet ; Si aliquid unum communitur in plurimus invenitur, ab aliqua una causa in illis causatur ; Quod per essentiam dicitur, est causa omnium quae per participationem dicuntur ; quod dicitur maxime tale in aliquo genero, est causa omnium quae sunt illius generis. Podríamos seguir citando formulas y más fórmulas. Nos conformamos indicando que, con ellas, el pensamiento del siglo XIII que al mismo tiempo que da remate a la ontología, se lanza a la búsqueda de la causa primera, fuente única de cuanto existe en el mundo.
  4. Fueron los nominalistas, quienes en el siglo XIV, inauguran la crítica del principio de causalidad. Ya Guillermo de Occam, el Venerabilis Inceptor, estimaba que no es posible demostrar el principio según el cual todo movimiento tiene una causa externa. Aliado el occamismo filosófico, que opera en nombre de la lógica nominalista, con el occamismo científico, caracterizado por la reacción de la física nueva contra la física aristotélica, se produce el ataque a gran escala contra el principio de causalidad. Nicolás de Autricuria, en nombre de los filósofos, el cardenal Pedro de Ailly, más en contacto con la física y mecánica nuevas, declaran injustificable el principio de causalidad, tanto en su fórmula aristotélica como en su forma general.
    La dependencia del moderno empirismo inglés respecto del nominalismo del siglo XIV no puede ser ya negada. J. Locke, a pesar de su formación preponderantemente occamista, conservó todavía el principio de causalidad en esta forma: de la nada no deviene nada, ex nihilo nihil fit. Pero David Hume, como pusimos de relieve más atrás, ataca decididamente la fórmula por él mismo enunciada en estos términos: :“Todo lo que comienza a existir, tiene que tener una causa de su existencia”: Whatewer begins to exit, must have a cause of existence. Semejante principio no puede fundarse en la experiencia, ya que jamás se comprueba la conexión necesaria y universal entre su sujeto y su predicado. Tampoco puede justificarse por el análisis lógico del sujeto; por mucho que analicemos la idea “lo que comienza a existir” no encontraremos en ella la idea de “causa”. La teoría de Hume fue recogida por todo el empirismo del siglo XIX, especialmente por J. Stuart Mill, y ha modelado la actitud ametafísica del neopositivismo contemporáneo respecto al principio que nos ocupa.
    El propio Kant se dejó impresionar por la crítica de Hume y trató de superar las dificultades nacidas del empirismo haciendo del principio de causalidad un juicio sintético a priori , cuya evidente necesidad no debe ser busca en la objetiva relación esencial entre el predicado y el sujeto, ya que depende por entero de una forma a priori del entendimiento.
  5. La filosofía escolástica no podía quedar impasible ante los ataques del nominalismo y el empirismo contra un principio de tan capital importancia para la metafísica. “Por eso, desde el siglo XIX, se produjeron entre los tomistas interesantes controversias sobre la naturaleza y justificación del principio de causalidad. Una copiosa literatura nació de estas discusiones, de las que unas se esforzaban por establecer –contra Kant y Hume- el carácter analítico del principio de causalidad. El examen de esos debates revela a menudo malentendidos y muchos equívocos, que sería interesante disipar”. Las controversias han tenido lugar en ocasión de tres acontecimientos externos: en primer lugar, “a consecuencia de una comunicación de Amadée Margerie (1825-1905) al Congreso científico de los Católicos, celebrado en París en 1888; posteriormente, en torno a un artículo de Jacq. Laminne (1864-1924), aparecido en 1912 en la Revue Néoscolastique de Philosophie, de Lovaina; asimismo, después de 1915, con ocasión de la obra de Gaspar Isenkrahe (1844-1921), que ponía en duda el valor del principio de causalidad”. No podemos entrar aquí en una exposición de las actitudes que se tomaron. En los epígrafes que siguen aparecerán algunas adscritas a sus respectivos defensores. El lector interesado puede consultar la bibliografía del final del artículo para completar la información.

2. Formulaciones.

  1. La muchedumbre de fórmulas del principio de causalidad enunciadas en el curso de la historia con significación metafísica pueden catalogarse en conformidad con las cinco rúbricas siguientes:
    a) En función de un concepto ya elaborado de efecto: Todo efecto tiene una causa; No se da efecto sin causa.
    b) En función del movimiento: Todo lo que se mueve, se mueve por otro; Todo móvil exige un motor; Todo lo que se hace tiene causa; Nada se produce sin causa; Nada se educe a sí mismo de la potencia al acto; Nada pasa del no ser al ser sin causa.
    c) En función del comienzo existencial: Todo lo que comienza a existir, tiene una causa de su existencia; Lo que comienza es causado.
    d) En función de la contingencia: Todo lo que es posible de ser y de no ser es causado; Todo ente contingente exige una causa; Lo que no es por sí, depende de una causa.
    e) En función de la estructura real: Toda estructura exige una causa; Todo compuesto tiene causa.
    Podríamos continuar enunciando nuevas fórmulas. Sólo como prueba de la fecundidad de este último criterio agregamos lo siguiente: Si la estructura es índice de efectuación y la sección segunda de este volumen fue dedicada precisamente al examen de cinco estructuras reales, podemos decir: todo ente estructurado de esencia y existencia es causado; todo ente estructurado de materia y forma exige una causa; todo ente estructurado de sustancia y accidentes tiene que tener una causa; todo ente estructurado de cantidad y cualidad es causado, y todo ente estructurado de naturaleza y legalidad exige una causa. Y como tales estructuras se nos ofrecen como exigencias explicativas de los interrogantes levantados sobre ciertos hechos de experiencia con alcance ontológico, puede expresarse lo mismo en esta forma: todo ente finito o perteneciente al orden universal del ser, todo ente limitado en la duración o inscrito en un orden específico, todo lo que se mueve, lo que ejerce una esencial actividad inesencial y, en fin, todo lo que en su dinamismo tendencial está ordenado, es, por estructurado, el efecto de una causa. Y teniendo en cuenta el “leit motiv” potencia-acto aparecido en las cinco estructuras ontológicas, diremos, con carácter general y cerrando este punto, que todo ente estructurado de potencia y acto exige una causa.
  2. Con vistas a la fundamentación del principio de causalidad, debemos comentar aquí, aunque sea brevemente, tan variado repertorio de formulaciones. Dicen las de la primera rúbrica que “todo efecto tiene su causa”. La verdad que expresa tiene tal carácter de absolutez y de rigor, que difícilmente puede ser puesta en tela de juicio. Sin embargo, en cuanto fórmula del principio de causalidad, es rechazada por no pocos. Expresando el efecto formalmente en relación a la causa eficiente no se dice con ella nada nuevo; es pura tautología, y no puede considerarse como expresión de ningún principio. Tales afirmaciones no le parecen a G. M. Manser completamente sólidas. “Puesto que la causa y el efecto son realmente diversos y no puede haber tautología en ninguna proposición cuyo sujeto y predicado expresen cosas realmente diversas, la objeción dista mucho de ser evidente. Además, el efecto no es el resultado de la causa eficiente sola, sino también de las otras tres causas. Además, al término “efecto” se puede dar, sencillamente, el sentido de ´devenido´”.
    Por este último lado empalmamos con las fórmulas de la segunda rúbrica, apoyadas todas en el devenir. La primera de ellas –todo lo que se mueve, se mueve por otro- procede de Aristóteles, según se señaló, y fue utilizada por Santo Tomás como fundamento de la “primera y más manifiesta vía” para alcanzar la existencia de Dios. Aunque ontológicamente interpretada, coincide enteramente con todas las demás de la misma serie, ha levantado una verdadera polvareda de objeciones, entre las cuales mencionaremos de nuevo las de Occam, el cardenal Pedro de Ailly y Nicolás de Autricuria. Los tomistas de mente suareciana suelen modificar su sentido expresándola así: todo lo que se mueve, se mueve también por otro, o transformándola en esta fórmula: nullum ens a se ipso adaequate moveri. Lo que en el fondo de este asunto se debate es el peligro de que merme o se suprima la actividad propia del agente y se presuponga la predeterminación física. Puede, sin embargo, sustituirse por cualquiera de las otras fórmulas, que tienen sobre ella la ventaja de manifestar inequívocamente lo que literalmente expresan. Por ejemplo, ésta: todo lo que se hace, tiene causa. Es la fórmula que prefieren Gredt, Manser, Geyser, Marc y tantos otros.
    No andan lejos de ella las fórmulas de la tercera rúbrica. “Lo que comienza” está inscrito en el ámbito de “lo que se hace”. No se concibe un comienzo sin un hacerse o producirse. No podría decirse otro tanto de la proposición inversa. Es cierto que todo lo que comienza es producido, pero puede concebirse algo producido sin comienzo. En el volumen siguiente de nuestro Tratado pondremos esto de relieve al ocuparnos de la posibilidad de la creación ab aeterno. Pero ya desde ahora debe decirse que la fórmula “lo que comienza a existir es causado”, muy verdadera por cierto, no tiene toda la universalidad requerida, por no extenderse a todos los ámbitos a los que la causalidad debe extenderse.
    Tales dominios coinciden, vistos desde la efectuación, con los de la contingencia. Por eso, muchos autores prefieren las fórmulas de la cuarta serie. Lo que ellas expresan –lo contingente es causado- es incontestablemente verdadero. Todo y sólo lo contingente es efectuado y, por ende, causado. De ahí las indudables ventajas de semejantes formulaciones. Sucede, empero, que la contingencia no es un hecho de experiencia inmediato. Trátase más bien de un atributo –extendido, desde luego, a todo el ámbito de lo finito- fundado en la composición, es decir, en la estructura. Sabemos que lo contingente es efectuado en la medida en que se nos revela estructurado.
    Por lo mismo, tienen mayor ventaja y ofrecen garantía más sólida las fórmulas de la última serie. Decían así: todo compuesto tiene causa. Su verdad se patentiza por la consideración de que la unión incondicionada, es decir, incausada de lo diverso, es imposible. La estructura de lo diverso exige una causa eficiente. La fórmula edificada sobre el hacerse y la levantada sobre la estructura son, pues, las que mejor cuadran a nuestro propósito. La primera, porque procede del concepto de causalidad que hemos venido desarrollando en toda esta sección; la última, porque está en congruencia con la ontología de lo finito, de que nos ocupamos en la sección segunda.

3.- La validez metafísica del principio de causalidad

  1. El principio metafísico de causalidad no tiene la significación de un principio absolutamente primero. No debe, pues, contarse entre los primeros principios ontológicos con el mismo título que los de contradicción, de identidad, de razón suficiente y de conveniencia que examinamos más atrás ligados, respectivamente, a las propiedades trascendentales de la aliquidad, la unidad, la verdad y la unidad. Mientras estos afectan al ente trascendental y, en consecuencia, se refieren a todo ente, el principio de causalidad afecta únicamente al ente efectuado. El ente en cuanto ente, lejos de ser causado, incluye a la causa de los entes que la tienen. El principio metafísico de causalidad presupone, juntamente con las nociones que explícitamente entran en su formulación, la noción universal del ente y los principios ontológicos como tales. Esto no quiere decir que se derive de ellos. Ni que carezca de importancia. Menos aún, que no goce de valor metafísico absoluto y pueda ser negado impunemente, es decir, sin caer en la contradicción. El principio de causalidad es directamente evidente para el metafísico. Conociendo los términos de la proposición en que se formula, se conoce inmediatamente la necesaria pertenencia del predicado al sujeto. Trátase de una proposición que corresponde a las que Santo Tomás llamaría, en seguimiento de Boecio, per se notae apud sapientes tantum. La negación de semejantes proposiciones entraña la negación del sujeto y, en consecuencia, la caída en contradicción. Todo intento de demostración directa, tanto deductiva como inductiva, está abocado al fracaso. El principio metafísico de causalidad es un juicio analítico, directamente evidente por el solo análisis de sus términos, y únicamente demostrable por procedimiento indirecto, es decir, ad absurdum, en cuanto reductible al principio de contradicción. Tales son los puntos esenciales que vamos a desarrollar con la brevedad que la materia lo consienta.
  2. Son muchos los autores que consideran el principio de causalidad como absolutamente independiente, y por lo mismo, tan primero, evidente e irreductible, como cualquiera otro. Esta opinión tuvo un egregio defensor en Leibniz: “Hay dos grandes principios de nuestros razonamientos: uno es el principio de contradicción, que hace ver que de dos proposiciones contradictorias, una es verdadera y la otra es falsa; el otro principio es el de la razón determinante, que consiste en que jamás ocurre nada sin que haya una causa, o, al menos, una razón determinante, es decir, algo que pueda servir para dar razón a priori de por qué existe eso de esta manera más bien que de otra”. Replanteado el problema al principio del siglo XX, ha podido escribir J. Laminne: “Del mismo modo que nuestro espíritu está determinado a afirmar la distinción irreductible del ser y del no ser, así también lo está a afirmar que todo hecho tiene su razón, y esta necesidad subjetiva, que corresponde a la verdad objetiva de estos principios, no es otra cosa que su evidencia”. Poco después relacionó los principios de causalidad y de identidad. En esta misma línea se situaron varios autores más, como L. Fuetscher, P. Descoqs, J. de Vries, para quienes el principio de causalidad puede inclusive ser negado sin contradicción.
  3. También son muchedumbre los autores que ensayan pruebas directas del principio de causalidad. Han seguido la vía inductiva, entre otros, Stuart Mill, Engert, Ostler, Becher y Geyser. La gran preocupación que este último pensador ha sentido por el principio de causalidad le ha llevado a utilizar el método fenomenológico. A la luz de la conciencia podemos observar el surgimiento de los actos de inteligencia y de voluntad. Reflexionando sobre ellos, percibimos el lazo existente entre la causa y el efecto o, por mejor decir, entre “comenzar a ser” y “ser causado”. A la esencia de lo que comienza pertenece la relación de dependencia de una causa. Posiciones análogas han sostenido Herget, Santeler y Zimmermann.
    Prefieren otros el camino de la deducción. Del principio de identidad derivan el de causalidad de una manera directa Riehl y Windelband, y a través del principio de razón suficiente, Garrigou-Lagrange y Jansen. Directamente del principio de razón suficiente lo derivan también Messer, A. Schneider y Franzelin. Finalmente, lo vinculan al de contradicción Nink y Droege.
    Ya expresamos nuestro parecer declarando como abocada al fracaso toda prueba directa del principio de causalidad. En lo que se refiere a las demostraciones inductivas bastará advertir que suponen aquello mismo que pretenden probar, ya que toda inducción debe dar por supuesto el principio de causalidad. La circularidad se hace patente. Respecto a la derivación del principio de causalidad de cualquiera de los tres principios supremos mencionados estamos de acuerdo con Manser: “Éstos se refieren al ser indiferenciado como tal; aquél, al devenir, que es menos universal: “esse autem universalius est quam moveri” (II c. G., c. 16)- ¿Cómo he de poder yo derivar del ser indiferenciado el “devenir, lo “múltiple”, si lo uno no tiene, esencialmente, nada que ver con lo otro?; “esse causatum non est de ratione entis simpliciter” y “non intrat in definitione entis” (I, q. 44, a.. 1, ad 1)”.
  4. Dependiente de los principios ontológicos superiores, pero no derivable de ellos, el principio de causalidad debe tener carácter analítico y ser directamente evidente para quienes conozcan los términos en que se enuncia. Por ello mismo deberá gozar de valor metafísico, esto es, absoluto, y nadie podrá negarlo sin contradicción. Es lo que nos queda por mostrar.
    El principio de causalidad será analítico a este único título: que los juicios en que fue enunciado –“lo que se hace tiene causa” y “todo compuesto tiene causa”- lo sean. Un juicio se llama analítico cuando el predicado está incluido en la esencia del sujeto, de modo tan necesario que éste no pueda pensarse sin aquél. En nuestro caso, la relación de dependencia respecto de una causa debe ser exigida por la naturaleza misma del hacerse o componerse.
    He aquí el análisis poniendo de relieve que todo lo que se hace requiere una causa. El hacerse o devenir contiene, ínsito en sus entraña significativa, dos elementos igualmente imprescindibles: potencia y acto. En su esencia misma, el devenir es acto imperfecto, esto es, ligado a la potencia. La fórmula aristotélica definitoria del movimiento lo expresa así: acto del ente en potencia, en cuanto está en potencia. Si se suprime el acto y queda sólo la potencia, no hay aún devenir. Si se suprime la potencia y dejamos el acto, no hay ya devenir. Transición al acto de lo que está en potencia, el hacerse no puede pensarse sin ambos ingredientes. Mas la potencia significa, respecto del acto, lo que todavía no es, mientras que el acto significa el ser efectivo. El hacerse mismo es un tránsito del no ser todavía al ser. ¿Cómo se realiza este tránsito? Únicamente pueden ensayarse dos posibilidades de explicación: el no ser se convierte en ser o por sí mismo, esto es, sin causa, o por otro, es decir, en virtud de una causa. La primera parte de la disyuntiva debe ser necesariamente eliminada. No hay ninguna razón para que lo que todavía no es devenga ser por sí mismo. Luego, debemos declarar verdadera la segunda parte: el no ser se convierte en ser por medio de otro, es decir, en virtud de una causa. Luego, todo lo que se hace requiere una causa.
    También requiere una causa todo lo compuesto. Tomamos aquí la composición en un sentido amplio, equivalente a la estructuración. En el examen de las cinco estructuras metafísicas, que nos ocuparon la sección segunda de este volumen, quedó reiteradamente expresado que donde hay composición hay, al menos, dos elementos mutuamente referidos y ordenados, comportándose entre sí como lo determinable y lo determinante, es decir, como la potencia y el acto. Trátase, pues, de elementos no sólo distintos, sino también diversos, opuestos o contrapuestos. Y como “diversa, inquantum huiusmodi, non faciunt unum”, es necesario hacer apelación a un principio extrínseco, es decir, a una causa, para explicar la estructura del ente particular. La unión incausada de lo diverso es imposible. La composición o estructuración de elementos diversos sólo puede hacerse merced a alguna causa eficiente. En fórmula apretada y exacta ha podido decir Tomás de Aquino: “omne compositum causam habet. Quae enim secundum se diversa sunt non conveniunt in aliquod unum, nisi per aliquam causam adunantem ipsa”.
    Los análisis que preceden nos llevan de la mano al establecimiento de la evidencia inmediata del principio de causalidad. Un juicio es directamente evidente cuando su verdad se manifiesta por el mero análisis de sus conceptos. Y acabamos de ver que con sólo descender analíticamente en el concepto-sujeto de los juicios en que se expresa el principio de causalidad, examinando el juego de las nociones de potencia y acto, implicadas en “lo que se hace” y en “lo compuesto”, se nos reveló la necesidad de una causa.
    Con todo eso, a quien negara semejante necesidad y admitiera un hacerse o un estructurarse incausados, podría colocársele en el disparadero de la contradicción y la absurdez con el siguiente razonamiento. Hay en todo hacerse donación y recepción. Ello implica que nada puede hacerse a sí mismo. Se daría lo que se recibe, y tendría lo que se da; poseería lo que adquiere y sería ya lo que deviene cuando debería no serlo para poder devenirlo. En una palabra: sería y no sería. Resulta igualmente fácil poner de relieve que la inmediata propiedad de lo compuesto es tener causa, de la que depende la unión.

    BIBLIOGRAFÍA
    Agréguense a los textos y estudios citados en el artículo las siguientes obras: R.Garrigou-Lagrange, Dieu, Son existente et sa nature, 1915.- J. Hessen, Das Kausalprinzip, 1928. L. Fuetscher, Die ersten Seins- und Denprinzipien, 1930.-J.Geyser, Das Gesetz der Ursache, 1933.-J.Mª Roig Gironella, Investigaciones metafísicas, 1948.

EL PRINCIPIO DE FINALIDAD

( Segundo aspecto)
J. Maritaim

La fórmula más perfecta y universal del principio de finalidad

Hemos considerado en la lección anterior, situados en el punto de vista del ser en potencia, la primera fórmula del principio de finalidad. Hemos visto que la esencia misma de la potencialidad o de la potencia es ser ordenada al acto y no poder ser conocida sino por el acto al cual está ordenada. Potentia dicitur ad actum: he ahí una de las fórmulas del principio de finalidad.

Si nos situamos en otro punto de vista, en el plano de la actualidad misma, considerando toda la perfección incluida en cada acción, toda la comunicación de ser y de acto de que ésta rebosa, tenemos en el espíritu y para el espíritu una percepción más profunda, universal e instructiva de la finalidad; y entonces surge la fórmula clásica entre los tomistas, del principio de finalidad: omne agens agit propter finem, todo agente obra por un fin.

Quisiera hoy considerar este segundo aspecto del principio de finalidad. En él volveremos a encontrar el tema general de estas reflexiones sobre los primeros principios: como en cada uno de los principios intuitivamente captados por la inteligencia, el ser se divide, para así decirlo, ante la misma en dos objetos de conceptos distintos que son todavía el ser mismo y que el juicio identifica a priori, es decir en razón de las exigencias de estos conceptos.

¿Cuáles serán aquí estos dos distintos objetos de noción? El ser es tomado aquí en la línea de la acción o de la operación, es decir en la línea de la posición de un acto terminal (acto segundo), en el cual la esencia se completa y fructifica por sobre el simple hecho de existir (acto terminal de existencia). Por una parte el ser será considerado como agente; por otra parte como tendencia a un bien, al cual está ordenado el agente como tal, o, dicho de otra manera, a un fin.

El agente y el fin
¿Qué se incluye en esta noción de agente? Empleo el vocablo “agente”, más general que “causa eficiente” ( de la cual hablaremos más adelante), porque es tan amplia como el término “acción”.

Bien sabéis que los escolásticos distinguen dos clases de acciones esencialmente diferentes; en ellas, acción transitiva y acción inmanente, la noción y la palabra “acción” son esencialmente análogas. La acción inmanente de los tomistas consiste, no ya en hacer o producir alguna cosa, sino en perfeccionar su propio ser, por ejemplo, en el caso de las acciones más simplemente inmanentes, en el de las acciones espirituales, es un acto segundo de operación que es de por sí existir de orden absolutamente superior (supra-subjetivo), por ejemplo el acto de intelección y el de volición; como tal no pertenece al predicamento acción de la clasificación de Aristóteles; pues, en cuanto es pura perfección interior del sujeto, pertenece a la categoría cualidad.

Pues bien; el vocablo “agente” tiene la misma amplitud analógica del vocablo “acción” y puede referirse, ya al agente capaz de acción transitiva, ya al agente capaz de acción inmanente. Por esto nosotros preferimos la palabra “agente” al término “causa eficiente”, el cual se refiere más bien a la acción transitiva ( o en todo caso a lo que en la actividad inmanente puede tener de simultáneo o virtualmente productivo o transitivo).
Esta noción de agente implica ante todo la actualidad de un ser en acto dotado de una cierta determinación y perfección constitutivas; implica también la comunicación, por parte de este ser, de una actualidad, de una perfección a algún otro, en el caso de la acción transitiva, o a sí mismo en el caso de la acción inmanente. Estamos aquí, lo digo de inmediato, en la línea de la operación, la cual es un acto “segundo” es decir, un acto último terminal que se distingue en absoluto, en todos menos en Dios, de la línea de la simple existencia ( la cual es también un acto segundo, una cierta perfección, un cierto término). Y así como Dios es su existencia, así también es su acción y su acción es su existencia; de suerte que es a la vez, en su absoluta simplicidad, acto último en las dos líneas de la existencia y de la operación. Hemos ya dicho que su existencia es su intelección y su amor, y dijimos que ni de la una ni de la otra se distingue, ni siquiera virtualmente.

El acto segundo de la operación por nosotros considerada se encuentra en primer lugar, en un grado muy imperfecto en la acción transitiva; se trata primeramente de una comunicación de actualidad en el orden de lo que los antiguos llamaban ser entitativo o de naturaleza; un cuerpo modifica entitativamente a otro. Este segundo acto de operación es más perfecto en el caso de la acción inmanente ( en el más bajo grado de la actividad inmanente el organismo vivo se construye y se perfecciona entitativamente); y llega a ser cada vez más perfecto, a medida que subimos en la jerarquía de las acciones inmanentes.
En el caso de las operaciones supravegetativas, se trata de una comunicación de actualidad obrada por el sujeto mismo, de una comunicación de actualidad en el orden, no ya del ser entitativo, sino en el del ser intencional, de ese ser según el cual una cosa es más que sí misma y existe por sobre su propia existencia, en el orden del ser intencional de conocimiento o de amor:
ser intencional según el cual, en el caso del conocimiento, el sujeto puede llegar a ser otra cosa distinta de él, puede llegar a ser todas las cosas –lo cual se efectúa en el mismo sujeto que conoce- y según el cual, en el caso del amor, el sujeto puede existir a modo de don y desbordar hacia todas las cosas devenidas así él mismo para sí mismo (lo cual llega a la perfección en la unión real con el ser amado).

Consideremos pues el ser como agente, ya que ahora sabemos mejor lo que esto quiere decir. Consideremos el ser como agente o sea en el plano de la operación. De inmediato se nos manifiesta otro objeto de pensamiento que es siempre el ser, pero en tanto cuanto ejerciendo su función de bien, el ser como perfección o bien deseado por el agente, al cual tiende éste y hacia el cual se orienta por sí mismo.

El ser como agente es ordenación o determinación a cierto bien; es apetito, tendencia, deseo, impulso hacia un aumento, hacia una superabundancia o gloria; y esta ordenación es la razón misma de la (posición existencial de) la operación del agente.

He aquí el segundo de los dos aspectos (inspectos) en los cuales el ser se divide desde este punto de vista y que se identifican en la realidad. Y he aquí el principio de finalidad en su primordial significación metafísica: el ser es amor del bien; todo ser es amor de un bien, y es la razón misma en virtud de la cual obra. Indiquémoslo bien, a modo de paréntesis: la operación es un aumento, un más respecto al agente.

Pero ¿en dónde está su razón de ser, sino en el agente del cual mana? Ahora bien: lo más no brota de lo menos; es preciso pues que el agente sea en cierta manera ordenación, tendencia a esta acción, y amor de esta acción: en la medida en que él es puro agente ella manifiesta la plenitud de la actualidad del agente, de este ser tendencia y amor, ella es actus perfecti; en la medida en que por otra parte y también (como acontece en toda cosa creada), perfecciona al agente, éste no es ya puramente agente; pasa de la potencia al acto y es necesario por consiguiente que sea también “paciente”, que sea movido por otra cosa.

He dicho que el ser es amor del bien –todo ser es amor de un bien el cual es primeramente su acción misma. El ser en cuanto agente tiende a este bien, no ya para ser actuado o perfeccionado por él (esto sería volver al punto de partida, a la consideración del ser potencia, en la cual nos ocupamos en la lección anterior), sino (aunque por otra parte reciba en esto actualidad y perfección), para efectuar, para comunicar una perfección, una demasía a sí mismo o a otro. Este bien al cual tiende de este modo se llama fin; es un fin para el agente, y el amor de este fin es la razón formal de la acción del agente.

¿Estamos acaso en el orden del ser de naturaleza (ens entitativum) y de lo que podemos llamar los agentes naturales, es decir, tomados como determinados a obrar por su naturaleza? El ser de una planta es un amor y un apetito radical (“natural”) de crecer y de reproducirse; el ser del fuego es un apetito de quemar; el ser del pájaro es un amor radical de volar, de cantar, etc…

¿Estamos quizás en el orden del ser intencional y de los a gentes que podemos llamar voluntarios en el sentido más amplio del vocablo, es decir, tomados como determinados a obrar por una inclinación consecutiva a un conocimiento? Este pájaro ve un grano de mijo, este niño ve una fruta; y, por el hecho mismo que su vista es intencionalmente informada, brota en él algo según el ser intencional, una manera par él de existir con cierta tendencia, algo que es su deseo mismo de esta fruta, de este grano, en razón del cual va a tomarlo. Un amigo ama a un amigo; y he aquí que procede en él un ser intencional, una manera de existir intencionalmente que es el amor mismo por el cual tiende intencionalmente hacia el amigo como hacia otro él mismo; y en virtud de este amor a su amigo obrará, querrá y hará lo que es bueno para ese amigo.

Por eso el ser en cuanto agente u operante – ya se tome el agente según su ser entitativo o de naturaleza o según el ser intencional (tal o cual inclinación “emanada” o consentida de un agente voluntario)- es ordenación a un fin, o amor de un bien, y esta ordenación es la razón de la acción del agente.

El bien al cual está ordenado el agente, el fin al cual tiende, es, en primer lugar, la acción misma ( en tanto destinada a adquirir una posición existencial); es ante todo la acción o la operación misma del agente, puesto que en esto está su bien propio. Y a instancias de esto se debe ante todo, como lo acabamos de hacer, mirar el principio de finalidad. El fin más próximo en vista del cual obra un agente, es su accción misma. Pero es claro que los fines están ordenados los unos para con los otros como las razones de ser; por ello paulatinamente, de bien en bien, debemos, a fin de dar razón al más ínfimo de los agentes, elevarnos hasta el Bien absoluto, que es el Fin universal, en quien radica todo lo demás, todas las otras comunicabilidades de bien, todas las demás finalidades y finalizaciones.
NOTA: para culminar la metafísica se puede ver la Teología Natural o Teodicea de Michel Grison (Editorial Herder (1980 4º edición o siguientes) junto con la bibliografía al final y también en Internet, con el mismo título.

Acerca de la causa eficiente del ente creado
J. Gredt
TESIS XXIV: Solamente el ente por sí o Dios es la causa eficiente primera del ente creado; las criaturas, sin embargo, verdaderamente son causas eficientes segundas, no sólo instrumentales, sino también principales.
Estado de la cuestión: La causa eficiente se define por Aristóteles:”principio, desde el cual primeramente fluye el movimiento”. La definición se ha de entender acerca del orden de la ejecución, no del orden de la intención. Puede, en efecto algo ser principio, desde donde primeramente fluye el movimiento o en el orden de la intención, o en el orden de la ejecución. En el orden de la intención, aquello de donde primero fluye el movimiento, es el fin, en el orden, en vez de la ejecución es la causa eficiente. La materia, en efecto, y la forma no ejercen su causalidad, sino porque la eficiente ejerce la suya. La condición, pues, para que la materia y la forma causen, es el influjo de la eficiente que aplica la forma a la materia mediante la transmutación de la materia o mediante la disposición de la materia. Aquello, luego, de donde primeramente comienza el movimiento o el “fieri rei” (cosa) es la eficiente.- La definición Aristotélica por sí o primeramente no se refiere sino a la causa creada, que produce el efecto no de la nada, sino de un sujeto preyacente; el movimiento, en efecto, significa la mutación física o fieri ex o en algún sujeto. Si la definición se quiere aplicar también a la causalidad divina creadora, por la cual algo se hace de la nada o sin ningún sujeto preyacente, la significación del movimiento se extienda también a la mutación metafísica desde el no-ser simplemente al ser simplemente.
La causa eficiente se divide:
a) por razón de la conexión con el efecto en la causa por sí, que “ex se” tiene la conexión con el efecto ( así el médico ex se tiene conexión con la salud que se ha de causar.), y la causa “per accidens”, a la cual acontece unirse con el efecto producido por la causa “per se”, sea de parte de la causa (como cuando el médico canta, al médico o al arte de la medicina sucede unirse con el arte de cantar, que por sí es la causa del canto), sea de parte del efecto ( como cuando alguien cavando la tierra encuentra un tesoro, al efecto por sí, que es la fosa, se une el encuentro del tesoro). La causa “per se” se subdivide en próxima, que tiene conexión inmediatamente con el efecto, y remota, que no tiene conexión con algún efecto sino mediante otro efecto precedente, en cuanto mediante un efecto produce otro, como cuando mediante la calefacción se produce “la resolutio” química.-
b) Por razón de la subordinación la causa eficiente se divide en principal, que obra en virtud propia, e instrumental, que no obra en virtud propia, sino como movida por la principal. La causa principal o es primera o segunda.
La causa primera es aquella que no sólo obra en virtud propia, sino que no depende de cualquier otra en cuanto al ejercicio actual de su virtud. La causa principal segunda es aquella que obra, ciertamente, en virtud propia, pero que depende de otro en cuanto al ejercicio actual de su virtud –de la causa primera-, no tiene el ejercicio actual de su virtud sino en virtud de la causa primera o como participado por la causa primera..- La causa primera como no depende de cualquier otra causa superior, alcanza el efecto bajo el ilimitado modo del ser o produce el efecto, como ente, Por lo cual le corresponde la causalidad eficiente creadora, por la cual algo se produce de la nada de sí y del sujeto, El influjo, en vez, causal de la causa segunda es participado bajo la razón de ente por la causa primera, que da a la causa segunda el mismo obrar y efecto producido por él, por lo cual la causa segunda causa eficientemente, pasando de la potencia al acto o recibiendo la acción y el efecto o su término por la causa primera, pero no produce su efecto bajo la razón de ente, sino bajo la razón limitada de tal ente.
Por eso su causalidad eficiente no es creadora, sino que depende de un ser por sí sujeto preyacente, desde el cual educe la forma, sea sustancial sea accidentalmente, y no se extiende a aquellas cosas, que no se pueden educir de ninguna potencia, a la materia prima y a las formas substanciales por sí subsistentes ( como son las almas humanas).- Aplicando la definición Aristotelica a la causa primera y segunda, principal e instrumental decimos: aquello de donde primero simple y absolutamente comienza el movimiento, es solamente la causa primera; pero la causa segunda es aquello de donde primero fluye el movimiento relativamente a la causalidad de la materia y de la forma. Lo mismo se ha de decir de la causa instrumental, aunque ésta pueda estar subordinada no sólo a la causa primera, sino también a la segunda.-
c) por razón de la extensión
a´) en cuanto a uno e igual efecto la causa eficiente se divide en total, que produce todo el efecto, y parcial, que no produce todo el efecto. Así cuando dos caballos arrastran un carro, cada uno es causa parcial de este arrastre (tracción). Las causas parciales también se dicen coordinadas.
b´) En cuanto a muchos efectos diversos en especie la causa se divide en universal, que a muchos efectos en especie diversos se extiende, y particular, que se limita a una especie de efecto. . Porque los efectos de la causa universal son disímiles a éste, los efectos, en vez, de la causa particular son semejantes según la especie, ésta se dice también unívoca, aquella, en vez, análoga o equívoca. Sólo Dios es tal causa universal, equívoca, porque puede producir cualquier especie de efecto. Los antiguos también consideraban a los cuerpos celestes como causas universales, equívocas, porque pensaban que las diversas especies de cosas terrestres dependían en el esse y en la actividad suya específica, de los cuerpos celestes.-
c´) Por razón del mismo modo de causalidad la causa eficiente se divide en física y moral. La causa física es aquella que por sí verdaderamente obra eficientemente, la causa moral, la que moralmente, es decir, finalmente mueve la causa eficiente a hacer. La causa moral obra moralmente “consulendo”, excitando, apartando etc., porque todo se reduce a la moción final, que se hace proponiendo el fin.

Que Dios o el ser por sí sea la causa primera de las criaturas lo niegan los Monistas, quienes niegan (diffituntur) la distinción entre Dios y el mundo o el ente creado. Que sólo Dios sea causa eficiente, que las criaturas nada obran, sino son sólo ocasiones, “intuitu” de las cuales Dios obraría todas las cosas, lo enseñan los Ocasionalistas; así, por aquello que la mano se acerca al fuego, tomaría Dios la ocasión, para que caliente la mano. Esta doctrina ya la profesaban algunos entre los antiguos (como refieren Averroes, San Alberto Magno y Santo Tomás), a cuyos dogmas asiente Malebramche. Contra los Ocasionalistas nuestra tesis afirma que no sólo Dios es causa eficiente, sino también la criatura verdaderamente es causa eficiente, no sólo instrumental, sino también principal, no ciertamente primera, sino segunda. Nuestra tesis, luego, afirma que la criatura obra eficientemente en virtud propia, dependientemente, sin embargo, de la causa primera y de un sujeto preyacente. Luego decimos que la criatura causalmente así influye en el orden de la ejecución que, por virtud de este influjo se muda el sujeto preyacente, perdiendo una forma y tomando una nueva.

Se prueba la tesis I parte. (Solamente el ente por sí o Dios es causa eficiente primera del ente creado). - El ente por esencia es la causa eficiente primera del ente por participación. Es así que sólo Dios es ente por esencia, toda criatura, en vez, es ente por participación. Luego.
La menor: es evidente por sí misma.- La mayor: se prueba por aquello de que aquello que es por participación, se ha de reducir a aquello que es por esencia como a la causa primera, y ciertamente como a la causa primera eficiente, si aquello que es por esencia es irrecepto o formalmente ( como causa formal) no participable. Es así que el ente por sí o el mismo ser subsistente es irrecepto. Luego.

Se prueba la II parte. ( Las criaturas verdaderamente son causas eficientes).-
Arg. I. El ente que experimenta que obra en sí y en las otras cosas pasando de potencia a acto, es la criatura que verdaderamente es causa eficiente; igualmente el ente, que experimentamos obrar en nosotros pasando de potencia a acto, es la criatura, que verdaderamente es causa eficiente. Es así que experimentamos que nosotros pasando de potencia a acto obramos en nosotros mismos y en las otras cosas; asimismo experimentamos que las otras cosas, distintas de nosotros, pasando de potencia a acto, obran en nosotros. Luego...

La mayor es evidente por la veracidad de los sentidos y de la conciencia y por los dichos en Est. de la cuestión ( esto es que la causa segunda o creada obra pasando de potencia a acto), la menor: de la tesis precedente.

Arg. II ( por las secuelas absurdas ) Si las criaturas verdaderamente no son causas eficientes,
a) se induce el idealismo y el escepticismo,
b) se induce el fatalismo,
c) se quita la distinción de las cosas y se induce el panteismo. Es así que estas cosas son absurdas. Luego…

La mayor en cuanto a la 1ª parte es evidente por aquello de que la causalidad eficiente de las criaturas se manifiesta inmediatamente por el conocimiento sensible y por el testimonio de la conciencia, como es evidente por el arg.I. Para profesar luego el ocasionalismo es necesario negar este testimonio, con lo cual se induce el idealismo y el escepticismo.

La mayor en cuanto a la II parte se muestra por aquello, que, si la criatura no es ninguna causa eficiente, ni tampoco alguna vez pueda determinarse libremente o hacer su determinación de la voluntad, con lo cual se induce el fatalismo.

La mayor en cuanto a la III parte se prueba:
a) Se quita la distinción entre la substancia corpórea y la espiritual. Pues la substancia espiritual necesariamente es operativa, en cuanto de ella necesariamente resulta el intelecto y la intelección.
b) Se quita la distinción entre los seres vivientes y no-vivientes; pues la vida esencialmente es “sui motio” o causalidad eficiente.
c) Se quita la distinción entre materia y forma. Pues si el cuerpo nada obra, es puramente pasivo; que si es puramente pasivo, no tendrá ninguna actualidad, sino será pura potencia. La pura potencialidad no puede existir sin la actualidad. Por lo cual también el mundo corpóreo se desvanece, quedando sólo Dios. En una palabra: el obrar sigue al ser; si sólo Dios obra, sólo Dios existe, y las criaturas son vanos fenómenos sin verdadera realidad.

La menor en cuanto a la I parte ha sido probada en., en cuanto a la segunda etc.etc.

Se prueba la III parte. ( Las criaturas son causas segundas).- Si sólo Dios es causa eficiente primera, las criaturas son causas eficientes segundas. Es así que sólo Dios es causa eficiente primera, como es evidente desde la I Parte. Luego.

Se prueba la IV parte. (Las criaturas son causas eficientes principales) por el testimonio de los sentidos y de la conciencia, por los cuales consta que nosotros obramos en nosotros mismos y en las cosas, y las cosas obran en nosotros no sólo instrumentalmente, sino como causas principales o por virtud propia, que permanentemente inhere, y no sólo por modo de ente vial. Así la dureza, por la cual nosotros eficientemente obramos en los cuerpos y los cuerpos tocando a nosotros, no inhere sólo vialmente, sino permanentemente y como propiedad de los cuerpos.

Leibniz concede a las criaturas la sola causalidad inmanente, niega, en vez, la transitiva. Enseña, en efecto, que todas las cosas están compuestas de mónadas (conflari), entre las cuales no se daría ningún nexo causal, puesto que sólo pueden operar inmanentemente. Aquel nexo causal que aparece en las cosas lo explicó por cierta armonía preestablecida.
Las razones por las cuales Leibniz niega que la mónada pueda obrar en la mónada, son éstas:
a) Las mónadas no tienen ventanas, por las cuales algo pueda entrar o salir;
b) el concepto de causa eficiente agente en algo es absurdo, no puede, en efecto, el accidente (acción) migrar de la substancia agente a la substancia, que padece (patitur).-
Pero por nuestros argumentos es evidente que se ha de conceder a las criaturas no sólo la causalidad inmanente, sino también la transitiva. A las razones, pues, de Leibniz respondemos: Es verdad que el mismo accidente no puede migrar de subtancia, en substancia, pero esto no se requiere para la causalidad eficiente transitiva; puede, en efecto el ente bajo la acción de otro ente adquirir una nueva actualidad o ser reducido de potencia a acto

Tesis XXV: La acción y potencia de obrar de Dios son su misma substancia, en las criaturas, en vez, la acción y la potencia de obrar son accidentes realmente distintos de la substancia. (…..etc.etc….)

TESIS XXVI: El instrumento realmente alcanza el efecto del agente principal. En acto ciertamente primero para alcanzar este efecto no se constituye ni por la asistencia meramente extrínseca, ni por alguna potencia obedencial activa, sino por la premoción física, por la cual intrínsecamente se eleva por la entidad vial recibida en sí. Por eso se dice que todo instrumento obra la acción instrumental, no por virtud propia, sino por la virtud transitivamente (a él) comunicada. Esto no obstante, todo instrumento también tiene una acción propia, la cual emana en virtud propia.